¡Felicidades a todas las mamás mexicanas y a todas las demás de las naciones en donde hoy se celebra este día de fiesta que la Iglesia acoge uniéndose a la sociedad que agradece el gran regalo del don de la maternidad! Son realmente contados, creo yo, quienes no hayan experimentado muy de cerca el cariño, el apoyo, la comprensión y la colaboración de una madre desde pequeños. Por ese instinto, don o carisma que Dios les ha dado, ellas saben caminar con los hijos desde los primeros años de vida. ¡Basta ver a la Madre de Dios para ver que ni Dios quiso llegar a nuestro encuentro sino naciendo de una mujer! (Gal 4,4). Jesucristo amó profundamente a su madre, María, la extraordinaria mujer y virgen madre que eligió tenerlo, y quien sufrió con Él, y estuvo a su lado hasta en su muerte. Antes de morir, Jesús le encargó el cuidado de todos como Madre en el «discípulo a quien Él amaba» (Jn 19,26-27). Pienso hoy y agradezco a Dios por este don maravilloso y voy presentando al Señor, contemplando a la vez la imagen de la Madre morenita del Tepeyac, a cada una de las madres que conozco. Mi madre, mi cuñada, mis sobrinas, las mamás ancianitas que ya son bisabuelas y que desde pequeñito me van dejando algo de su maternidad, las madres de edad media que ya son abuelas algunas y han extendido su maternidad en el campo espiritual apoyando a este pobre y necio padrecito, mis primas con sus hijos ya bien grandotes y a quienes cargué de pequeñitos, las madres jovencitas como mis sobrinas que van aprendiendo a criar a sus hijos en este mundo que les ha tocado vivir y pienso en las chiquillas que juegan ya a ser mamás.
Contemplando la carita de la Virgen vienen a mi mente todas las mamás que conozco, las que son amas de casa; las que son ejecutivas, abogadas, obreras, enfermeras, comerciantes, dueñas de empresas o microempresas, doctoras, las que trabajan en casas, las maestras, y eso por nombrar solo algunas que no por trabajar desatienden su papel fundamental de cuidar y velar por sus hijos, porque también a ellos los contemplo, repaso los rostros también de quienes sin haber recibido la posibilidad de ser «madres biológicas» han criado los hijos que Dios, de otra manera les ha dado y a quienes nos consideramos sus sobrinos consentidos o sus ahijados bendecidos. Recuerdo, por supuesto, también a aquellas mamás que en años anteriores estuvieron a nuestro lado, nos acompañaron y apoyaron y han sido ya llamadas por Dios para volar a su presencia. A ellas y a todas las encomendaré en la celebración de la Eucaristía, dando gracias a Dios Nuestro Señor, bajo la mirada materna de la Santísima Virgen, por el regalo de la maternidad y supliquémosles que a las que ya partieron de este mundo, les conceda el premio de la vida eterna y a las que están en el campo de batalla les siga iluminando el caminar y les de la sabiduría que necesitan para educar a los hijos pequeños y seguir acompañando a los que ya estamos entrados en años con esos valores fundamentales que salen de casa, como el amor, la espiritualidad, la ética, la honradez, la honestidad, el respeto, la lealtad, la sinceridad, el agradecimiento hacia los demás; para que en un futuro no muy lejano en nuestra querida patria y en todos los lugares en donde se celebra hoy el «Día de las Madres» se haga realidad lo que soñaron las mamás que con su ardua entrega nos han dejado y lo que hoy tantas mamás que luchan, entre las que habrá seguramente algunas que se sienten solas, angustiadas, olvidadas, deprimidas, trabajadas, enfermas, incomprendidas... anhelan junto a aquellas otras que gozan de salud plena para las futuras generaciones.
Que hoy me perdonen Aquila y Priscila, San Pablo, Silas y Timoteo, Tito Justo, Crispo de cuya fe nos habla la primera lectura por no reflexionar en su ser y quehacer (Hch 18,1-8), pero las mamás se adueñaron de mi pequeña aportación para hoy. Al fin, ayer fui a ver «Pablo, Apóstol de Cristo» —altamente recomendable, por cierto— y allí los vi y saludé. Respecto al Evangelio de hoy (Jn 16,16-20), me viene muy bien para aplicarlo a las mamás. También a toda mamá, como a los apóstoles, le resulta difícil entender por qué en el camino de una persona —especialmente de uno de un hijo— tiene que entrar la muerte, la renuncia o el dolor. A muchas mamás, que conocen el sufrimiento —y creo que todas lo conocen— les gustaría tal vez una Pascua sólo de resurrección. Pero la Pascua la empezamos ya a celebrar el Viernes Santo, con su doble movimiento unitario: muerte y resurrección. Hay momentos en que una mamá parece que «no ve», y otros en que «vuelve a ver». Como el mismo Cristo, que también tuvo momentos en que no veía la presencia del Padre en su vida: «¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46). Celebrando el «Día de las Madres» en la Pascua, les invito no solo a las mamás, sino a todos y a mi mismo que también soy hijo, a crecer en la convicción de que Cristo y su Espíritu están presentes y activos, aunque no les veamos. La Eucaristía nos va recordando continuamente esta presencia. Y por tanto no podemos «desalentarnos»... «Espíritu» en griego («Pneuma») significa precisamente eso: «Aliento». ¡Feliz día de las Madres!
Padre Alfredo.
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