A mediados del siglo XIII, el sacerdote Pedro de Praga fue en peregrinación a Roma para pedir sobre la tumba de San Pedro, la gracia de perseverar en la fe en Jesús Eucaristía, ya que estaba pasando por una crisis espiritual que lo llevó incluso a dudar de la presencia sacramental de Cristo en la Eucaristía en el momento de la «transustanciación», cuando en el momento de la consagración el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. A su regreso, se detuvo en Bolsena y celebró allí la santa misa en la cripta de Santa Cristina. Al momento de la consagración, la Hostia sangró, llenando el Corporal —la especie de pañuelo que se pone sobre el altar para celebrar la Misa— con la Sangre de Cristo. La noticia del prodigio llegó pronto al Papa Urbano IV que hizo que le mostraran el corporal y, asombrado, recordó a Juliana de Lieja —hoy ya canonizada— que años antes, cuando él era sacerdote en una diócesis de Bélgica, le había dicho que, en visiones, Jesucristo le pedía que solicitara una fiesta pública dedicada a la Eucaristía. La historia cuenta que el Papa se puso de rodillas y mostró el corporal a todos los fieles presentes para de inmediato, instaurar la fiesta de la Solemnidad del Corpus Christi, solicitando a santo Tomás de Aquino y a Juan de Fidanza, conocido como hoy como san Buenaventura, que prepararan el oficio litúrgico para dicha celebración. En Orvieto se construyó una catedral para conservar el Milagro que hasta el día de hoy permanece presente ante nuestros ojos y que Dios me ha concedido, hace algunos años, venerar. Este es, pues, el origen de la gran solemnidad que la Iglesia celebra hoy y que en México y otras naciones es una «Fiesta se Precepto» en la que obliga la asistencia a Misa aunque sea jueves.
En el discurso del pan de la vida, Jesús es muy claro al respecto, al afirmar: «El pan que yo daré es mi carne para la salvación del mundo» (Jn 6,51). Así, sabemos que en cada misa, sucede el mayor de los milagros y la más importante de todas las apariciones del Señor. El mismo Jesucristo se hace presente en la Hostia consagrada para llenar con su gloria y su poder el lugar donde se celebra la Eucaristía, como también a cada persona presente en este momento tan sagrado y sobrenatural alimentando, de manera especial con su Cuerpo y Sangre, a quienes pueden recibirle sacramentalmente. Para agradecer este sorprendente y extraordinario regalo de la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, el Concilio de Trento declaró que muy piadosa y religiosamente fuera introducida en la Iglesia la costumbre de que, todos los años, determinado día festivo, se celebrara este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y de forma reverente fuera llevado en procesión por las calles y lugares públicos para mostrar al mundo que la presencia de Jesucristo en la Eucaristía es real y verdadera. San Juan Pablo II, muchos años después, exhortó a la Iglesia a renovar esta costumbre de honrar a Jesús en este día llevándolo en solemnes procesiones.
La Eucaristía, nos dice el Concilio Vaticano II, es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), por eso la celebración de la Eucaristía en el «Jueves de Corpus», como se le conoce más a esta celebración, se reviste de un tinte especial. En este día, en que una forma particular recordamos y revivimos aquel «Jueves Santo» en que Cristo nos hizo este gran regalo partiendo el Pan y dándolo a los Apóstoles, celebramos que nuestro encuentro con el Señor nos compromete a salir de nosotros mismos, de nuestra vida acomodada, tranquila y de la zona de confort para acudir, como portadores del Cuerpo de Cristo al encuentro de los demás. Queremos ser «Pan partido» como Él. La Eucaristía sigue siendo, y siempre lo será, un alimento imprescindible para todos los cristianos que quieran ser una «copia fiel de Jesús» en el mundo. En este día del Corpus, los católicos gritamos al mundo que, nuestra fiesta, es vivir con el Señor y en el Señor. Que nuestra vida, sin la Eucaristía, no sería la misma. Que nuestro compromiso con la sociedad que nos rodea no es hacer un simple altruismo. Nos urge y nos empuja el amor de Dios que, dentro de una custodia, nos invita a ser catapultas del amor de Cristo que sale a nuestras calles y plazas para dar un poco de vista a los ciegos que lo han dejado de ver o que aún no le han conocido, para abrir un tanto el oído a los sordos que ya no le escuchan o no han oído hablar nunca de él, para dar pan a los hambrientos que anhelan justicia y comprensión, para dar fe al que ha perdido la fe o la tiene baja, para dar vida al que necesita misericordia porque hace tiempo la ha cambiado por el pesimismo, la depresión o el desaliento o a muerto a la esperanza. El «Jueves de Corpus», hoy más que nunca, es una llamada a poner al Señor en el centro de nuestro ser y quehacer. Hoy, en la escuela de María, como dice San Juan Pablo en «Ecclesia de Eucharistia», la mujer más ocupada, la mujer eucarística que se sabe coronada no por un pomposo cetro y una brillante corona de piedras preciosas, sino por las mismas espinas de amor incondicional de su Hijo al terminar el mes de mayo, aprendemos a darle gracias al mismo Jesús, por haberse quedado con nosotros en la Eucaristía, no perdamos la ocasión de recibirlo sacramental o espiritualmente. Estemos atentos a la liturgia de hoy, compenetrándonos con las ideas que en ella se nos presentan. ¡Bendecido Jueves de Corpus!
Padre Alfredo.