jueves, 31 de mayo de 2018

«Jueves de Corpus»... Un pequeño pensamiento para hoy


A mediados del siglo XIII, el sacerdote Pedro de Praga fue en peregrinación a Roma para pedir sobre la tumba de San Pedro, la gracia de perseverar en la fe en Jesús Eucaristía, ya que estaba pasando por una crisis espiritual que lo llevó incluso a dudar de la presencia sacramental de Cristo en la Eucaristía en el momento de la «transustanciación», cuando en el momento de la consagración el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. A su regreso, se detuvo en Bolsena y celebró allí la santa misa en la cripta de Santa Cristina. Al momento de la consagración, la Hostia sangró, llenando el Corporal —la especie de pañuelo que se pone sobre el altar para celebrar la Misa— con la Sangre de Cristo. La noticia del prodigio llegó pronto al Papa Urbano IV que hizo que le mostraran el corporal y, asombrado, recordó a Juliana de Lieja —hoy ya canonizada— que años antes, cuando él era sacerdote en una diócesis de Bélgica, le había dicho que, en visiones, Jesucristo le pedía que solicitara una fiesta pública dedicada a la Eucaristía. La historia cuenta que el Papa se puso de rodillas y mostró el corporal a todos los fieles presentes para de inmediato, instaurar la fiesta de la Solemnidad del Corpus Christi, solicitando a santo Tomás de Aquino y a Juan de Fidanza, conocido como hoy como san Buenaventura, que prepararan el oficio litúrgico para dicha celebración. En Orvieto se construyó una catedral para conservar el Milagro que hasta el día de hoy permanece presente ante nuestros ojos y que Dios me ha concedido, hace algunos años, venerar. Este es, pues, el origen de la gran solemnidad que la Iglesia celebra hoy y que en México y otras naciones es una «Fiesta se Precepto» en la que obliga la asistencia a Misa aunque sea jueves. 

En el discurso del pan de la vida, Jesús es muy claro al respecto, al afirmar: «El pan que yo daré es mi carne para la salvación del mundo» (Jn 6,51). Así, sabemos que en cada misa, sucede el mayor de los milagros y la más importante de todas las apariciones del Señor. El mismo Jesucristo se hace presente en la Hostia consagrada para llenar con su gloria y su poder el lugar donde se celebra la Eucaristía, como también a cada persona presente en este momento tan sagrado y sobrenatural alimentando, de manera especial con su Cuerpo y Sangre, a quienes pueden recibirle sacramentalmente. Para agradecer este sorprendente y extraordinario regalo de la presencia sacramental de Cristo en el pan consagrado, el Concilio de Trento declaró que muy piadosa y religiosamente fuera introducida en la Iglesia la costumbre de que, todos los años, determinado día festivo, se celebrara este excelso y venerable sacramento con singular veneración y solemnidad, y de forma reverente fuera llevado en procesión por las calles y lugares públicos para mostrar al mundo que la presencia de Jesucristo en la Eucaristía es real y verdadera. San Juan Pablo II, muchos años después, exhortó a la Iglesia a renovar esta costumbre de honrar a Jesús en este día llevándolo en solemnes procesiones. 

La Eucaristía, nos dice el Concilio Vaticano II, es «fuente y cumbre de toda la vida cristiana» (LG 11), por eso la celebración de la Eucaristía en el «Jueves de Corpus», como se le conoce más a esta celebración, se reviste de un tinte especial. En este día, en que una forma particular recordamos y revivimos aquel «Jueves Santo» en que Cristo nos hizo este gran regalo partiendo el Pan y dándolo a los Apóstoles, celebramos que nuestro encuentro con el Señor nos compromete a salir de nosotros mismos, de nuestra vida acomodada, tranquila y de la zona de confort para acudir, como portadores del Cuerpo de Cristo al encuentro de los demás. Queremos ser «Pan partido» como Él. La Eucaristía sigue siendo, y siempre lo será, un alimento imprescindible para todos los cristianos que quieran ser una «copia fiel de Jesús» en el mundo. En este día del Corpus, los católicos gritamos al mundo que, nuestra fiesta, es vivir con el Señor y en el Señor. Que nuestra vida, sin la Eucaristía, no sería la misma. Que nuestro compromiso con la sociedad que nos rodea no es hacer un simple altruismo. Nos urge y nos empuja el amor de Dios que, dentro de una custodia, nos invita a ser catapultas del amor de Cristo que sale a nuestras calles y plazas para dar un poco de vista a los ciegos que lo han dejado de ver o que aún no le han conocido, para abrir un tanto el oído a los sordos que ya no le escuchan o no han oído hablar nunca de él, para dar pan a los hambrientos que anhelan justicia y comprensión, para dar fe al que ha perdido la fe o la tiene baja, para dar vida al que necesita misericordia porque hace tiempo la ha cambiado por el pesimismo, la depresión o el desaliento o a muerto a la esperanza. El «Jueves de Corpus», hoy más que nunca, es una llamada a poner al Señor en el centro de nuestro ser y quehacer. Hoy, en la escuela de María, como dice San Juan Pablo en «Ecclesia de Eucharistia», la mujer más ocupada, la mujer eucarística que se sabe coronada no por un pomposo cetro y una brillante corona de piedras preciosas, sino por las mismas espinas de amor incondicional de su Hijo al terminar el mes de mayo, aprendemos a darle gracias al mismo Jesús, por haberse quedado con nosotros en la Eucaristía, no perdamos la ocasión de recibirlo sacramental o espiritualmente. Estemos atentos a la liturgia de hoy, compenetrándonos con las ideas que en ella se nos presentan. ¡Bendecido Jueves de Corpus! 

Padre Alfredo.

miércoles, 30 de mayo de 2018

«El precio de la redención»... Un pequeño pensamiento para hoy


Apenas este lunes pasado, en la clase de Cristología, acabamos de tocar el tema de la redención. Este hecho que implica la restauración del hombre, de la esclavitud del pecado a la libertad de los hijos de Dios, a través de las satisfacciones y méritos de Cristo, «que no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida como rescate por una muchedumbre». (Mt 20,28; cf. Mc 10,45). Este es el tema que toca hoy Pedro en la primera lectura. Él les recuerda a los recién bautizados a quienes se dirige originalmente esta carta, la suerte que han tenido, porque ahora creen en Cristo Jesús y han sido rescatados de su antigua vida para volver a nacer de Dios (1 Pedro 1,18-25). Ser rescatados significa que alguien ha pagado el precio, la fianza por su liberación y ese alguien —lo sabemos— ha sido Cristo, que no ha pagado con una cantidad de dinero, sino con su propia sangre derramada en la cruz. Con eso ha cambiado la situación de estos neófitos: ahora su fe y su esperanza deben estar puestas en Dios, que ha resucitado a Cristo de la muerte y los ha rescatado. Han vuelto a nacer, no de un padre mortal, sino de Dios mismo, de su Palabra viva y duradera, el Evangelio. El autor de la carta quiere que todos los cristianos saquemos de esta convicción una consecuencia concreta: «Ámense unos a otros de corazón» (1 Pe 1,22). Si todos hemos nacido del mismo Dios, todos somos hermanos por el bautismo. 

Estar bautizado significa muchas cosas, es estar dispuesto a obedecer a Dios, es estar llamado a hacer su voluntad por amor, es adoptar su proyecto sobre el mundo y su plan de salvación, es la exigencia de ser un verdadero hijo para con Dios y un hermano para con todos... Esto, como vemos, no es tan sólo un privilegio, ¡es una gran responsabilidad! El bautismo es un compromiso. ¡Estar bautizado es vivir para Dios y los hermanos! Quien recibe el Bautismo no puede seguir siendo ya una persona cualquiera, como lo efímero del mundo, sino que tiene que hacerse uno con Jesús crucificado y resucitado que nos ha redimido; el bautizado es un hombre nuevo, un hombre de Dios, y por lo tanto, alguien que lucha por vivir como Jesús vivió, entregándose como él se entregó, sirviendo como él sirvió y finalmente amando como él amó: «Los que han sido incorporados a Cristo por el Bautismo, se han revestido de Cristo» (Gál 3,27). Ser bautizados es lo más grande que podemos tener, por eso la celebración del Bautismo es siempre alegre y festiva y eso es lo que todos deberíamos recordar siempre la fecha en que fuimos bautizados. Pero qué fácil se olvida lo que no brilla, que fácil se hace a un lado una fecha importantísima pero que no da regalos ni descuentos en el restaurante por ser un día especial. El hombre se enterca siempre en buscar las cosas de la tierra, lo que caduca pero que da prestigio, gloria y privilegios. Hoy, en el Evangelio dos de los más destacados en el grupo de los Apóstoles manifiestan claramente su ambición (Mc 10,32-45). 

Impregnados por los criterios del mundo, Santiago y Juan pretenden tergiversar el contenido del mensaje del Reino, queriéndose sentar uno a la derecha y el otro a la izquierda de Jesús, pretendiendo el poder de los primeros puestos. Ante la lucha por el poder, Jesús responde de dos maneras. A los dos los confronta con la capacidad de entrega de la propia vida y del sacrificio, lo cual se convierte en la clave para entender el discipulado. Han pedido un trono de poder ya cambio el Maestro les ofrece beber el cáliz y ser bautizados, haciendo que ellos puedan mantenerse fieles a la causa y a la entrega hasta la muerte. Los otros diez, que estaban llenos de indignación, no porque creyeran que la petición hubiera sido inconveniente, sino porque todos pensaban lo mismo y esos dos se les habían adelantado. Son también aleccionados por Cristo sobre la autoridad y el servicio colocándose a sí mismo como el modelo: «El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45). Así, Jesús nos enseña también a nosotros, que hemos sido rescatados por su sangre derramada en la cruz, que la única medida que califica el grado en que vivimos nuestro compromiso bautismal, es el servicio y la entrega al Padre misericordioso y a los hermanos. Jesús con sus respuestas pone una vez más la entrega de la propia vida como base de todo seguimiento. El día que Jesús murió para redimirnos, ninguno de los discípulos optó por los primeros puestos, por ser crucificados con él. En su lugar tuvieron dos bandidos. El miedo les venció y ninguno de ellos puso en práctica la lección de amor que el Maestro les había dado. Pero había alguien que si había captado el precio de esa redención, María, la humilde esclava del Señor. Ella, al pie de cruz, recibiría a Juan en su corazón de Madre viéndolo a ÉL y a nosotros con el mismo amor a su Hijo Jesús y cuidando de todos para que valoremos el precio de nuestro rescate. ¡Qué fuerte! La Virgen Madre nos habla con su silencio ya casi al terminar mayo, el mes dedicado a ella y su silencio lo dice todo sin necesidad de comentarios. ¡Si no recuerdas la fecha de tu bautismo, busca la boleta y celebra ese día grande! Es miércoles ya, la semana corre de prisa y nosotros con ella. ¡Que Dios bendiga tu día!... 

Padre Alfredo.

martes, 29 de mayo de 2018

«AYER, HOY Y MAÑANA»... Un pequeño pensamiento para hoy


No cabe duda de que atravesamos el devenir de nuestra existencia viviendo entre la memoria y la profecía, entre el ayer y el mañana. Y sobre todo en la vivencia del presente, del hoy, luchando por hacer vida aquello de que «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy». Lo que los antiguos profetas anunciaron ayer, sucede hoy y se seguirá realizando mañana (cf. 1 Pe 1,10-16). Si miráramos más de dónde venimos y a dónde vamos, viviríamos nuestro presente más lúcidamente y sin angustias. No sólo porque nuestra existencia estaría transida de esperanza, sino también porque asumiríamos con decisión el compromiso de vivir vigilantes, no dormidos ni indolentes, sino con disponibilidad absoluta, guiados por Cristo, con la consigna de no amoldarnos a los criterios de este mundo sino a los de Dios porque, «camarón que se duerme, se lo lleva la corriente». Cada vez que vamos a Misa, ejercitamos este dinamismo de memoria del pasado, de profecía abierta al futuro y de celebración vivencial del presente: «Pues cada vez que comen este pan y beben este cáliz (hoy), anuncian la muerte del Señor (ayer), hasta que vuelva (Mañana)» (I Corintios 11,26). Por eso, nuestra participación en la Eucaristía escuchando y meditando la Palabra que nos ilumina, y participando de la fuerza de la comunión, nos hace entrar en una relación constante con el Señor porque «al que no habla, Dios no lo oye» y nos va ayudando a ordenar nuestra vida desde el ayer hasta el mañana para vivir el presente con serenidad y empeño. 

La Eucaristía es nuestro mejor «viático», nuestro alimento para el camino. Aunque como dicen por ahí: «al nopal lo van a ver sólo cuando tiene tunas» nosotros, como discípulos–misioneros, vamos al encuentro del Señor en tiempos de abundancia y de sequía, porque sabemos que «no hay cristiano sin via crucis». Y es que nuestro diario vivir está unido siempre a la cruz. La cruz es una palabra que ciertamente en el pasado resonó mucho en el corazón de los creyentes —basta pensar en la época de la cristiada— pero, hoy se quiere olvidar; sin embargo, no habrá vino de calidad (mañana) si el viñador no podó la cepa (ayer) y no cosecha el fruto (hoy). Si podó la planta, cuida ahora con amor y pasión la viña —aunque tenga que renunciar a muchas cosas— porque sabe que debe producir fruto. El hombre que renuncia a algo a alguien por un ideal, no es un fracasado ni una persona aburrida o sin visión, al contrario, es alguien que con los pies bien puestos en la tierra «no le busca mangas al chaleco, ni tres pies al gato». 

El Reino, que es riqueza, sólo puede colmar a los enamorados de la vida con una visión completa del pasado y del futuro, viviendo el presente con pasión, pues éstos distinguen lo que es esencial: su pobreza y su necesidad de alcanzar la gloria del cielo. Los verdaderos seguidores de Jesús son aquellos que asumen de una manera incondicional este camino del Reino, por eso el Evangelio de este día nos impulsa a luchar cada día por alcanzar la salvación (Mc 10,28-31). «Entonces, ¿quién puede salvarse?» —habían preguntado los apóstoles— (Mc 10,26) y hoy, en el Evangelio, está la clave. El cristianismo, aunque predica un determinado arte de vivir, nunca se reducirá a una moral. Si hemos de reconocer que ante Dios somos pobres, es para recobrar nuestra condición original. Salimos desnudos de las manos de Dios (ayer), luchamos por vivir cada día para Cristo (hoy) y anhelamos la salvación con la vida eterna (mañana). La salvación, lo mismo que la creación, siempre fue, es y será una gracia. Desde aquí entiendo un poco más las palabras de Jesús —que utiliza muchos dichos, como yo en la reflexión de hoy— y que cierran el evangelio de hoy: «Muchos primeros serán últimos y muchos últimos serán primeros». Que María, que se considera siempre y se presenta como «la última», sin acaparar espacios de relevancia en el Evangelio, nos ayude, porque ella camina en la «lógica» de Dios. Hoy voy a la Basílica de Guadalupe, y la Dulce Morenita, que oye cada día tantos dichos, me enseña con su sí a vivir como Dios quiere. Su aparición en el Tepeyac, fue un «suave aroma de rosas que llegó hasta el Altísimo» (ayer); una presencia que sigue actuando hoy: «¿No estoy yo aquí que soy tu Madre?» (hoy) y que ciertamente seguirá acompañándonos: «Para en él mostrar todo mi amor» (mañana y siempre). Además, al verla entiendo siempre que Dios es un buen «pagador», que da a los obreros de su viña, sin merecerlo, hasta «siete veces más», según el libro del Eclesiástico, y hasta «cien veces más» en este tiempo «y la vida eterna» en el futuro, según el texto del Evangelio de hoy. ¡Bendecido martes y a chambear, porque «la ociosidad es la madre de todos los vicios»! 

Padre Alfredo.

lunes, 28 de mayo de 2018

«Seamos ricos o no»... Un pequeño pensamiento para hoy

Escrita alrededor del año 64 d.C. —después de las cartas de san Pablo y antes de los Evangelios— la primera carta de Pedro está centrada en el tema del «bautismo». Esta Epístola es tal vez una homilía pronunciada en una Vigilia Pascual en la que, como en muchas comunidades actuales, se tenían los bautizos de catecúmenos adultos. La estaremos leyendo hasta el viernes y hoy la liturgia de la palabra toma la introducción(1P 1, 3-9). La carta se abre con un himno que expresa a la perfección los sentimientos que invadían el corazón de los nuevos bautizados y que residen en la Resurrección de Jesús: regeneración, renacimiento, renuevo de vida, esperanza. En medio de un período de persecuciones, la carta quiere ser un instrumento para dar ánimos a los cristianos, sobre todo a los neófitos, para que empiecen a vivir el nuevo estilo de vida de Cristo recordándoles la fuente de su identidad cristiana, el bautismo, y su pertenencia a la comunidad eclesial. 

Resucitando a Jesús de entre los muertos y ofreciéndonos después el bautismo como inicio de una nueva vida, el Padre nos ha puesto en el mejor y más seguro camino de salvación, Él nos hace, por la acción del Espíritu Santo, herederos de una herencia que está a muy buenos cuidados, porque nuestra garantía está en el cielo y se llama Cristo Jesús, a quien seguimos como discípulos–misioneros. La introducción de la carta de Pedro, está llena de optimismo: resurrección, nacimiento nuevo, esperanza, alegría, fuerza, marcha dinámica de la comunidad hacia la salvación final. Y hay que leerla sin descartar que pueda haber momentos de sufrimiento y prueba, porque con la fuerza de Dios podemos superarlo todo. En la situación actual que vivimos como personas, como familias, como país y como mundo globalizado, nos puede resultar estimulante que Pedro nos diga que tenemos mérito en amar y seguir a Cristo sin haberle visto ni haber sido contemporáneos suyos. Así, tendríamos que recordar más nuestro bautismo. 

Por su parte, el evangelista nos presenta, en una simpática escena (Mc 10,17-27), la invitación que el Maestro hace a un joven para renacer a una nueva vida y vivir todas estas propuestas que Pedro en su carta desarrolla. Cristo le invita a poner al Dios del Reino y al Reino de Dios en su seguimiento como número uno y por encima de sus propias posesiones —que, según parece, no eran pocas—. Ante esta invitación me imagino al muchacho frunciendo el ceño, como algunos jóvenes de hoy aferrado a sus siempre pobres posesiones para marcharse pesaroso porque no se puede desprender, estropeando así la mirada de ternura que había suscitado en Jesús y prefiriendo seguir en sus propias seguridades. Su búsqueda de la vida estaba subordinada a su propia seguridad, que usurpaba el papel de Dios. ¡Qué cosas! Esto no es que solamente pueda suceder a alguien jovencito, sino también a los grandulones que estamos más que bien instalados en un cúmulo de seguridades que cuando las analizamos no valen la pena. Y eso seamos ricos o no, porque puede haber otro tipo de seguridades que sean nuestro irrenunciable tesoro. No podemos olvidar que nuestro tesoro está, donde está nuestro corazón (Mt 6,21). Y, desde ahí, nos tenemos que preguntar: ¿Está nuestro corazón en el Dios del Reino y en la búsqueda del Reino de Dios como algo irrenunciable? ¿Hay algunas otras seguridades que nos impiden el acceso a la vida en plenitud? ¿Cuáles son éstas? ¿Estamos dispuestos a renunciar a estas falsas seguridades? ¿Si no lo estamos en este momento, esperamos que Dios nos cambie el corazón, puesto que para Él nada hay imposible? La verdadera riqueza y la seguridad definitiva se encuentran sólo en Dios, que actúa a través de la solidaridad y el amor mutuo de la comunidad de Jesús que vive en torno a la herencia que el Resucitado ha dejado, como Pedro nos lo va mostrando. ¡Con razón María se sabe dichosa! ¡Con razón puede exclamar que la llamarán bienaventurada todas las generaciones! Iniciamos así la semana laboral y académica que ayer, litúrgicamente iniciamos. ¡Bendiciones! 

Padre Alfredo.

domingo, 27 de mayo de 2018

«LA SANTÍSIMA TRINIDAD»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hoy celebramos, en la liturgia de la Iglesia, la fiesta de la Santísima Trinidad. Una fiesta que no es para desentrañar cerebralmente este profundo misterio, porque eso no es lo importante del día ciertamente. Intelectualmente es algo que no conseguiremos nunca. Esta celebración más bien lo que quiere enseñarnos es que lo importante no es entender a Dios ni tener pruebas que nos demuestren matemáticamente que es un «Dios Trino», un solo Dios en tres personas. Lo importante es dejarse amar por Dios y amarle lo más que podamos. Sin estar desentrañando los diversos misterios de la inmensidad de Dios, que superan nuestro pequeño y enredado cerebro, sabiéndonos amados por Dios y amándole por lo menos un poco, nos sentiremos felices en su adorable compañía. Eso es lo importante. Así, la Santísima Trinidad, es un solo Dios que, en tres Personas nos enseña a amar. Nuestro corazón, desde el bautismo, es capaz de gozar de la relación personal con Dios, y esto sí que importa. Y hoy he empezado así mi reflexión porque vivimos en un mundo que quiere, a fuerza de golpe y porrazo, desentrañarlo todo, un mundo que quiere hacer a un lado todo lo que no quepa en nuestros pobres criterios formulados con los pocos estudios que aún los más dotados científicos pueden realizar, un mundo que en general, poco entiende con sus elaboradas ciencias que Dios es el Señor del cielo y la tierra y no hay otro como Él (Dt 4,32-34.39-40). 

El misterio de la Santísima Trinidad es para muchos difícil imaginar y comprender. Pero... ¿cómo pretender ver, esta realidad desde nuestros diminutos ojos que no tienen la visión ni siquiera física como los de una mosca que ven mucho más? ¿Como es posible ver de una ojeada —estando nosotros fijos— una esfera y, al mismo tiempo, mirar su cara oculta? Las definiciones que nos pueda proporcionar la física, las matemáticas o la geometría, nunca nos satisfarán del todo. Dado que es un misterio que no podemos comprender del todo, como decía desde el inicio de mi reflexión, lo que importa es —viendo todo desde el amor— cómo actúa Dios en nuestra vida. Nuestra experiencia de fe nos dice que «Dios es Padre» y un padre amoroso, que cuida de sus hijos y les protege, porque Cuida de nosotros (Sal 32), está a nuestro lado, dialoga con nosotros, nos escucha y nos ayuda respetando nuestras diferencias y amándonos a todos por igual. «Dios es Hijo», entonces es hermano, nuestro hermano mayor que nos ama hasta el extremo de dar su vida por nosotros, que quiere darnos a conocer que sólo es feliz aquél que es capaz de darse al otro y de perdonar y por eso nos envía (Mt 28,16-20). «Dios es Espíritu», que nos fortalece y nos da su aliento guiándonos (Rm 8,14-17) hacia el bien y la verdad en el andar de cada día. Pero lo que más debe importarnos, como digo, es saber que Dios es Amor, un amor entre personas, un amor de un Dios que es comunidad y derrama ese amor en cada uno y en todos a la vez. 

Con el Padre que hizo el cielo y la tierra, con el Hijo que dio su vida por nosotros y se nos ha quedado cercano y asequible en la Eucaristía y con el Espíritu Santo que en todo momento nos impulsa hacia Dios, Luz que alegra nuestra vida diaria, hoy es un buen día para acrecentar nuestro trato en intimidad, amor y confianza con las tres divinas Personas. Hemos sido bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, por eso creemos, esperamos y amamos a un Dios trinitario, es decir, un Dios único pero no solitario. Así lo afirma literalmente el Catecismo de la Iglesia Católica, en su número 254. Por lo tanto también esta fiesta me parece una buenísima oportunidad para remozar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y el amor no solo a Dios sino también a quienes nos rodean. Dios nos creó a su imagen y semejanza y por eso el ser humano es un ser de relaciones; nos relacionamos con otras personas desde el momento en el que nacemos. Sin relaciones el individuo humano nunca hubiera llegado a ser el que es como imagen y semejanza de «Dios Uno y Trino». Creer y celebrar el misterio divino de la fiesta de hoy es creer en un Dios Amor que será siempre un misterio, pero que, en corazones sencillos como el de María Santísima, como el de José y el enorme elenco de santos y beatos nos mostrará una chispa, un fulgor, un destello de su infinito amor trinitario. ¡Bendecido domingo a todos y una oración por quienes participan en el encuentro de la Zona Centro de Van–Clar (Vanguardias Clarisas) que concluye hoy en CDMX y con quienes hoy compartiré la Eucaristía! 

Padre Alfredo.

sábado, 26 de mayo de 2018

«Hay que orar siempre y en toda circunstancia»... Un pequeño pensamiento para hoy


En este mundo tan ajetreado, no es fácil recogerse en los sentidos y entablar ese necesario diálogo con Dios en la oración y menos cuando las cosas en nosotros o en quienes están a nuestro lado no van bien. Al creyente actual le urgente buscar espacios a lo largo del día para serenarse y dialogar con el Señor cuidando y manteniendo la disposición interior adecuada para vivir en la presencia de Dios sintonizando con su voluntad. A través de la oración el hombre y la mujer de fe reciben la gracia de Dios para afrontar la vida con ilusión y entrega, venga ésta como venga. Es en la oración donde se pueden encontrar las fuerzas para llevar adelante la lucha de todos los días experimentando esa presencia profunda de nuestro Dios que da valor auténtico a todo lo que vamos viviendo, incluso los momentos más duros, cuando la enfermedad y el dolor se hacen presentes y parecen no soltarnos. Es verdad que el Señor Jesús nunca se quejó, que nunca se rebeló ante el sufrimiento, ante el dolor del alma o del cuerpo pero lo sufrió. Con su propia vida y su entrega él, subiendo a la Cruz, experimentando el terrible dolor de un crucificado que antes había sido azotado y coronado de espinas, nos enseñó que el dolor tiene un sentido. «El tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8,17; cf Is 53,4). Y hoy, la carta del apóstol Santiago toca este tema (St 5,13-20). 

El cristiano sabe que la enfermedad no es una maldición, sino un medio de santificación para el enfermo y para quien cuida de él, un medio para acercarse más a Dios. Pero ¿cómo? Desde que Jesús ofreció su dolor para la salvación de todos nosotros, cualquier persona puede ofrecer su enfermedad por su salvación o por la de los demás. La enfermedad y el dolor, adquieren así un valor que en si mismo no poseía. Además, la enfermedad puede también ayudarnos a que nos preparemos mejor para nuestro encuentro con el Señor de nuestra vida. Jesús, en una muestra más de amor, quiso dejarnos el sacramento de la «Unción de los enfermos» para vivir mejor estos momentos acompañados de la oración. Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros y quienes les acompañan, es la Iglesia entera quien encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve si es su voluntad, y los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo contribuyendo, así, al bien del Pueblo de Dios. Este pasaje de hoy, en la primera lectura, se ha interpretado siempre como un primer testimonio del sacramento cristiano de la Unción de enfermos: «¿Está enfermo alguno de ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia y que recen sobre él, y la oración de fe salvará al enfermo y el Señor lo curará». 

Lo cierto es que no solamente en esos momentos del sacramento de la unción necesitamos orar —aunque muchos lo hacen solo en esas ocasiones—. La beata María Inés decía que la oración era para ella lo que el agua para el pez o el aire para el ave... ¡es decir, algo definitivamente esencial! «La oración es la vocación esencial de mi vida», escribió en sus Meditaciones (f. 518). Y esa oración, ha de ser la oración confiada como la de un niño que todo lo espera de su padre porque sabe —aunque a veces quiera hacer sus caprichos— que le dará siempre lo mejor, lo que más convenga. ¡Con razón Jesús pone el ejemplo de los niños (Mc 10,13-16) para entrar en el «Reino de los cielos». Al adulto de hoy no puede bastarle haber conquistado la luna, domesticado el átomo clonar la vida... esa búsqueda incesante nunca terminará y es más, nunca le llenará. No fuimos creados para quedarnos en este mundo y hacerlo nuestro, sino para dominarlo e ir más allá. Por eso es preciso que el hombre sepa distinguir siempre «el bien del mal», y mantenga un corazón de niño que se ilusione, que domine sus violencias y sus instintos, que se abra al amor de Dios como un niño lleno de confianza. Y eso, eso solamente puede alcanzarlo quien ora, quien sabe que todo viene de Dios y que cada día hay que caminar en la voluntad del Padre en un tono, como decía santa Teresa de Ávila «de amistad con Aquel que sabemos que nos ama». «La oración intensa del justo puede mucho», dice Santiago (St 5,16); con razón María Santísima alcanzó tanto, con su «sí» al Señor lo dijo todo, con su «hágase» caminó en una oración perenne en una vida que cada sábado de manera especial ilumina nuestro ser y quehacer de discípulos–misioneros. A ella, la mujer de fe, la mujer que es maestra de oración, digámosle en oración este día y siempre: «Dulce Madre, no te alejes, tu vista de mí no apartes... haz que me bendiga el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo. Amén». ¡Que tengan un estupendo sábado encontrando un momento para orar y haciendo de todo su día una oración! 

Padre Alfredo.

viernes, 25 de mayo de 2018

«Paciencia al estilo de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy



En el mundo en que vivimos y por muy diversas situaciones en las diversas naciones que conforman nuestra globalizada sociedad, pululan diagnósticos nada optimistas de la realidad sociocultural y en medio de todo esto, no podemos ser los miembros de la Iglesia como una especie de «ave de mal agüero» que acreciente tales dictámenes. El hombre la mujer de fe, discípulo–misionero de Jesús de Nazareth, está obligado a identificar en el mundo actual los verdaderos signos de los tiempos, los puntos de apoyo de una esperanza que sabe muy bien que la frivolidad, el glamur, la vanidad y la banalidad nunca tendrán la última palabra —aunque estén muy en boga— ni serán el mejor perfil del buscador de Dios. La espera del Señor nunca fue fácil, ni en tiempos de Santiago ni ahora; por eso se impone una espera activa, una paciencia creadora que, en clave de constancia, desea construir una historia plagada de Evangelio. 

El proyecto de Jesús aún en nuestros confusos días sigue siendo el de establecer el Reino de Dios, el que tiene que decantarse entre nosotros como una experiencia de gracia, como una apuesta de fe; porque el Señor cumple siempre sus promesas y entre sus hijos son muy conocidos sus detalles de fidelidad. Los profetas y Job son un buen exponente del tiempo de gracia que media entre la siembra y la cosecha, quedando bien claro que la cosecha la establece el Señor, el dueño de esta mies, del mismo modo que escogió para cada uno de nosotros el momento de sembrar. El Señor es el que dicta el tiempo, sabe dar a nuestro tiempo la fecundidad que los creyentes no podemos dejar de ejercer «apanicados» por lo que sucede en el entorno. Santiago nos invita a jugar bien nuestro papel (St 5,9-12). Este hombre sabio nos incita a ejercer la paciencia y la constancia, poniéndonos delante el ejemplo de tantos profetas y creyentes —en especial a Job, el prototipo bíblico de la paciencia— que supieron soportar todas las pruebas de la vida fiándose de Dios y no quedaron defraudados. 

Yo creo que en medio de un mundo que se debate entre tantas cosas como contiendas electorales, el acomodo de economías, el quebrantamiento de derechos y muchas cosas más, no vale la pena amargarse la vida con críticas, ataques personales o de grupo, protestas y luchas que siempre son una tentación, dividen más y son muy diversas a las marchas silenciosas en donde ese callarse habla y expresa más que cualquier grito o las declaraciones que se hacen en el momento justo por quienes corresponde con educación y acierto. De la misma manera que Dios tiene paciencia con nosotros, así nosotros la debemos tener en la vida. Él no nos fallará, basta, como dice Santiago con el «sí» y el «no», cuando deben pronunciarse o demostrarse. La historia nos demuestra que no todo es fracazo, caos y confusión, sino que hay dichas, grandezas humanas, valores de redención y de amor... que nacen de la prueba. Atenerse a lo que el caos va marcando es olvidar el impulso de la vida. De lo que se trata para nosotros es de aproximarnos a lo que es el anhelo de Dios: el amor, que es más exigente que cualquier ley. Pero para conocer la gran intuición de Dios es preciso retroceder a los comienzos, cuando, por ternura, sacó de la tierra al hombre y a la mujer para que correspondieran a su amor. Para Dios, amar fue, en primer lugar, hablar nuestro lenguaje, para Dios, amar es mantener la única palabra que nosotros podemos comprender, el lenguaje de nuestra carne, por eso ve Él el matrimonio como muchos no lo ven, mostrándonos, como en el Evangelio de hoy (Mc 10,1-12) que siempre necesitamos hablar el lenguaje del otro. Para Dios, amar es hacerse vulnerable, pedigüeño. Él no permaneció en el cielo de su indiferencia ni nos ha programado como hacemos nosotros con las computadoras de hoy. No nos bajó el amor como un programa que se descarga de Internet. Nos ha puesto en pie, libres y creadores para «ensayar» el amor eterno desde aquí, desde este mundo. Hay que volver, quizá, a descubrir la regla de nuestra vida, que es lo mismo que volver a aprender a vivir de esperanza. El amor es fecundo, suscita, resucita, saca a flote, perdona. El amor espera con el otro y por eso el matrimonio, a pesar de los pesares y de que algunos hayan caído en las diversas trampas que el enemigo pone en medio de tanta confusión que vivimos, seguirá siendo el reflejo del amor de Cristo y la Iglesia. ¡Qué María Santísima, a quien acabamos de celebrar como «Madre de la Iglesia» nos ayude a vivir el proyecto de su Hijo Jesucristo, el «Sumo y Eterno Sacerdote» de nuestro ser y quehacer en este mundo por el que vamos de paso!... y ya es viernes.

Padre Alfredo.

jueves, 24 de mayo de 2018

«Jesús, sumo y eterno sacerdote»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este jueves, que es el que le sigue al domingo de Pentecostés, la Iglesia, en algunos países, entre ellos México, celebra la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote. Esta fiesta tiene sus orígenes en la celebración del sacerdocio de Cristo que se introdujo en algunos calendarios tras la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II allá por los años sesentas y setentas con la aprobación de la Congregación para el Culto Divino. San Juan Pablo II, en uno de sus documentos «Ecclesia de Eucharistia», señala que «el Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada». «De este modo ¾dice San Juan Pablo¾, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad». El gran Sacerdote, o más bien dicho, el sumo Sacerdote, es Jesucristo. Como afirma la carta a los hebreos (Hb 10,12-23). Él, con su propia sangre, penetró una vez para siempre en el santuario, consiguiéndonos una redención eterna (cf. Hb 9, 12). Y ese Cristo, que es a la vez sacerdote y víctima, «es el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13, 8). Es el «Sumo Sacerdote» de la Nueva Alianza. 

En el Nuevo Testamento, el término «sacerdote» no solo se aplica a los ministros o pastores de la grey del Señor, sino que se reserva especialmente para denominarlo a Él «Sumo y eterno sacerdote» y a todo el pueblo de Di raza elegida, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 Pe 2,9). En el capítulo 4 de Hebreos, por citar un ejemplo, se explica el Sumo Sacerdocio de Jesucristo de esta manera: «Teniendo, pues, tal Sumo Sacerdote que penetró los cielos ¾Jesús, el Hijo de Dios¾ mantengamos firmes la fe que profesamos. Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado. Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna» (Hb 4,14-16). La carta a los Hebreos, además, interpreta el sacrificio de Cristo como el nuevo, único y definitivo sacerdocio, diferenciándose así de los sacrificios de los sacerdotes de la antigua alianza: «Así también Cristo no se apropió la gloria de ser sumo sacerdote, sino que Dios mismo le había dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice también en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre igual que Melquisedec» (Hb 5,5-6). La misma carta a los Hebreos añade: «Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos». (Hb 9,11). 

La Eucaristía, de cuya institución nos habla el Evangelio (cf. Lc 22,14-20), es la expresión real de la entrega incondicional de Jesús, el «Sumo y eterno sacerdote» por todos, aún por los que le traicionaban. Pero este «Sumo y eterno sacerdote», sentado a la derecha del Padre, es también el Buen Pastor que cuida de sus ovejas hasta dar la vida por ellas (cf. Jn 10,11). El sacerdote, sería el más pobre de los hombres si Jesús no lo enriqueciese con su pobreza; el más inútil de los siervos si Jesús no llamara «amigo”»; el más necio de los hombres si Jesús no lo instruyera pacientemente como a Pedro; el más indefenso de los cristianos si el Buen Pastor no lo fortaleciese en medio del rebaño. Nadie sería más pequeño que un sacerdote si fuese dejado a sus propias fuerzas» (Palabras del Papa Francisco en la Misa Crismal del 17 de abril de 2014). Le pido a María, Madre de los sacerdotes, que interceda por un servidor y por todos los sacerdotes, para que nos presentemos con Cristo como ofrenda agradable a los ojos de Dios y descienda sobre nosotros la gracia que todo lo transforma, eleva, perfecciona y glorifica. ¡Bendecido jueves!

Padre Alfredo.

miércoles, 23 de mayo de 2018

«Negocios son negocios»... Un pequeño pensamiento para hoy


Desde la época del exilio en Babilonia, algunos judíos se habían especializado en el comercio internacional. Santiago no condena ese oficio pero lleva la luz de la fe a los cristianos que, heredado de sus antepasados, lo ejercían. A través de una «revisión de vida» a la que invita a los comerciantes, cada cristiano de ayer y de hoy queda invitado a reflexionar sobre su vida profesional y de los negocios. Santiago hoy toca el tema de la «pasión de los negocios» (St 4,13b-17), el gusto por el comercio y la habilidad en ver y aprovechar las ocasiones de venta. Hoy, al igual que en ese entonces, se planean proyectos de inversión, se calculan las «entradas», la rentabilidad, lo que da más. Pero, en medio de todo esto Santiago nos recuerda que la vida es corta. El horizonte único de nuestra vida no puede reducirse sólo al éxito material. Esto es peligroso, advierte el escritor sagrado. Jesús decía: «donde está tu tesoro, allí está también tu corazón» (Mt 6,21). 

En base a esto muy pudiéramos preguntarnos nosotros: ¿Dónde coloco lo que es esencial, para mí? ¿En el «humo» o en los valores seguros del amor? (St 4,14). No hay que despreciar ni desperdiciar nuestra vida laboral, ni la manera de «ganarse el dinero»... Pero, ¿qué amor o qué egoísmo se impregna de ello? Son muchos los que a fuerza de dejarse sumergir por los «negocios» acaban por vivirlos sin referencia a Dios y éstos son cada vez más, olvidando a Dios o sacándolo de la vida con tal de tener dos o tres turnos de trabajo y ganar más y más para poder gastar más y mucho más, sin dejar tiempo para ir a Misa el domingo y poder compartirlo con la familia, gastar ese tiempo con los amigos para ganarlo o leer un buen libro tomando un buen café. Muchos en el mundo actual, incluso autonombrándose católicos, se creen capaces de disponer de su vida a su gusto, sin contar con Dios. «¡Insensato! Esta misma noche, se te reclamará el alma!» (Lc 12,20). Hay que preguntarse en relación al tiempo que pasamos en nuestros negocios, ¿cuánto tiempo dedico a mi alma? 

Los cristianos no somos ajenos a esas historias de negocios que matan porque absorben todo, incluso la felicidad de la persona haciendo que el hombre, llenándose de soberbia, se sienta superior a todos. La serpiente que esta en el origen de la humanidad y de cada hombre, está siempre incitando a todos, a ingeniárselas para apropiarse de todo lo bello, lo bueno y lo noble que se hace en el mundo. Como si nosotros fuéramos los únicos capaces de hacer el bien. Como si nosotros poseyéramos en exclusiva el Espíritu Santo. Ya aquellos discípulos de Jesús tuvieron que recibir un reproche de su maestro porque querían que todo el espíritu de su Señor fuera de ellos. Dios interviene en la historia con un negocio muy diferente a los que el hombre quiere hacer; Él negocia a través de todo lo que es bueno, amoroso y fraternal. Allí donde se lucha por los humillados, allí donde alguien hace el bien a los débiles y abandonados a cambio de nada, allí donde con espíritu puro se permuta por la fraternidad y la justicia, allí, en esa clase de negocios, está el Reino de Dios, se sepa o no. Hay, como dice Karl Rahner, «cristianos anónimos» que, sin saberlo ellos, están haciendo buenos negocios dando de comer al hambriento, dando de beber al sediento, vistiendo al desnudo y que un día, el último día, descubrirán al Señor que les va a abrir de par en par las puertas para que entren en el Reino de los cielos por los buenos negocios que han hecho. La beata María Inés Teresa, que por mucho tiempo antes de ingresar al Convento trabajó en un banco, hablaba de «ganar monedas para negociarlas con Jesús para comprar almas para el cielo». Con sencillez, en sus notas íntimas escribía: «Los intereses de Jesús son míos y lo que él anhela, es que todos tengamos una inmensa sed de almas, y que negociemos, incansables, esos mismos méritos»... «Todo lo que gano de monedas, en el orden espiritual, al momento, lo negocio con mi Madre santísima por todos los intereses de Jesús»... ¿No podremos nosotros también negociar así? ¡Bendecido miércoles, mi «day off» semanal para descansar haciendo adobes, cargar pilas y seguir! 

Padre Alfredo.

martes, 22 de mayo de 2018

«El que quiera ser el primero»... Un pequeño pensamiento para hoy


La situación que la primera lectura de hoy no presenta no es nada halagüeña, habla de guerras y contiendas, desenmascarando, con palabras duras, a quienes en la comunidad crean división y no son instrumentos de paz. Se ve que este problema que también se vive hoy es muy antiguo, y me hace ver lo complicados que somos los humanos. Santiago lo atribuye a dos causas: al orgullo, que llevamos por dentro y, a la falta de oración, o sea, a la falta de una perspectiva desde Dios. ¡Cuánta gente se complica con estas cosas! ¡Cuántos se han puesto de espaldas a Dios atrapados por el mundo y sus criterios! Luego, no es de extrañar que haya todo lo que vemos. Porque en un mundo dominado por la soberbia, un mundo que ha sacado a Dios de la escena, no hay tiempo más que para mantener el ansia de tener más y más; el  anhelo de ser más que los demás y la prisa por perder el tiempo en cosas que no dejan mas que nada y vacío. Hoy la Palabra de Dios nos recuerda que lo que de veras nos realiza en la vida es la unión con Él, nuestra fe en Él, nuestra oración sincera a Él; esa que nos sitúa en los justos términos ante Él y ante todos. La oración, que no puede estar desconectada de nuestras actitudes vitales en general.

Si estamos en armonía y en sintonía con los criterios de Dios, lo demás vendrá siempre por añadidura. Es Dios el que nos da los mejores dones para nuestro crecimiento y para darnos a los demás. Es la oración humilde y sencilla la que nos lanza a la misión de cada día: «Sométanse...acérquense a Dios... sean sinceros, lamenten su miseria, humíllense ante el Señor, que él los levantará» (St 4,1-10). Quien se acerca al Señor y se pone de su parte, con estas condiciones, aunque no emprenda un camino fácil o le toque vivir una situación nada agradable, sabe quién le sostendrá en la lucha. Será imprescindible vigilar y guiar el corazón para perseverar en este camino. Por eso hay que orar, mantenerse en contacto con el Señor, dejarse guiar por su Espíritu y cuestionarse: ¿Cuál es mi actitud profunda ante Dios? ¿Le amo? ¿Le prefiero a todo lo demás? ¿Quiero, de veras, caminar a su lado? ¿Confío en que todo me viene de Él? Si vivimos con la certeza de que todo viene de Dios, dejamos de preocuparnos por cosas que no valen la pena y nos convertimos en cooperadores del Señor Jesús en la construcción de su Reino convencidos de que lo demás nos vendrá por añadidura (Mt 6,33).

Pero no podemos hacer a un lado el hecho de que cargamos con nuestra condición humana, esa condición que implica una lucha continua por hacer a un lado los criterios del mundo y abrazar los de Dios. El Evangelio, para alentarnos en esta cuestión, nos lleva a contemplar la figura de los Apóstoles, que, llamados por Jesús para ayudarle a este establecimiento del Reino de los Cielos, eran pobres gentes como nosotros. Leyendo la perícopa de hoy (Mc 9,30-37), parece que nos topamos con el Maestro que insiste en calificar a sus seguidores de mente obtusa, taxativa, estrecha. ¡Ellos ya se ven en el Reino del Maestro, ocupando los puestos de honor! Ciertamente nos representan bien cerca de Jesús. Esta es una buena muestra de nuestra condición humana que a veces tiene miedo, que se queda corta, que se angustia y al mismo tiempo se emociona con lo que brilla, con lo que da prestigio con salir en el selfie en primera plana. ¿Cómo van a entender entonces que se les hable de cruz y de muerte? Pero Jesús, espera la tranquilidad en casa, y allí les da la lección: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9,35). Y pone entonces a un niño en medio de ellos para decirles que el que acoge a uno de esos pequeños le acoge a él. Precisamente a un niño, que en el ambiente social de entonces era tenido en muy poco. Es una actitud que cuajará en sus corazones cuando le vean ceñirse la toalla y arrodillarse ante ellos para lavarles los pies y, sobre todo, cuando en la Cruz entregue su vida por la salvación del mundo. Los Apóstoles fueron transformados por un acontecimiento... ¡Se dejaron enseñar por Cristo! Si nosotros queremos hacer algo válido en la vida e ir más allá de lo que el mundo ofrece, tendremos que dejarnos enseñar por el Maestro humilde, aparentemente fracasado, el Siervo de todos que murió en esa Cruz al pie de la cual estaba María su Madre que hoy pareciera decirnos: «Si eres cristiano es porque quieres imitar a Cristo mi Hijo, tu Maestro y Señor, que murió para salvarte de la muerte... haz lo que Él te dice». ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.