martes, 12 de septiembre de 2017

«Y su nombre era María»... Un pequeño pensamiento para hoy...


Vivimos en una sociedad muy deshumanizada en donde la persona, muchas veces, queda reducida a un número. Tu número de seguro social, tu número de identificación personal, tu número de lista en clases, tu número de cama o cuarto en el hospital, para muchas cosas hoy no se maneja el «nombre» sino que somos identificados y reconocidos por números... incluso al velar a un difunto se dice: «el de la capilla 4»... «la de la capilla 2». Para el creyente, la importancia del nombre es vital. Después del saludo inicial, en el bautismo, el sacerdote, o el diácono, hacen esta pregunta a los padres de la criatura: «¿qué nombre le han dado ustedes a su hijo?». Lo primero que se nos ocurre cuando conocemos a una persona, es preguntarle cómo se llama, no importa la raza o la procedencia. Dime tu nombre, es preguntar «¿quién eres tú?» El nombre es nuestra primera carta de presentación, aquello que nos identifica y nos da identidad. El apellido es algo relativamente nuevo, y en algunas culturas no existía casi hasta la contemporaneidad, pero el nombre está aquí desde la prehistoria. La importancia del nombre nos llega desde el Génesis, en el que se afirma que Dios, nada más separar la luz de las tinieblas, a la luz la llamó «día» y a las tinieblas «noche» (Génesis, 1,5). Más tarde, el hombre dio nombre a todos los animales. Y sabemos que al crear al ser humano el primer nombre masculino fue Adán (Gn 5,2) y el femenino Eva (Gn 3,20). El nombre, para el hombre y la mujer de la Sagrada Escritura, no es era solo una manera de identificarse, sino que bíblicamente indicaba la misión que uno iba a tener en la vida. 

A nosotros, que somos hombres y mujeres de fe, el nombre nos sirve para encomendarnos a Jesús, a la Virgen o a un santo que nos protege a lo largo de toda nuestra vida. «El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva» (Catecismo de la Iglesia Católica 2158-2159). Hoy, 12 de septiembre, la Iglesia celebra el santísimo nombre de María. El Papa Inocencio XI, recordando que san Lucas en su evangelio nos dejó asentado el nombre de la doncella que iba a ser la Madre de Dios: «Y su nombre era María» (Lc 1,27), instituyó esta celebración en la que los fieles encomiendan a Dios, por la intercesión de la santísima virgen María, las necesidades de la Iglesia y dan gracias por su maternal protección y sus innumerables beneficios. Todo nombre tiene un significado, y el nombre de María, traducido del hebreo «Miriam», significa, «Doncella, Señora de la Luz, Princesa». San Luis María Grignion de Montfort cuenta que la Virgen, llevando sobre el pecho la salutación angélica escrita en letras de oro, se le apareció a Santa Matilde y le dijo: «El nombre de María, que significa Señora de la luz, indica que Dios me colmó de sabiduría y luz, como astros brillantes, para iluminar los cielos y la tierra» (cf El secreto admirable del Santísimo Rosario p. 68). San Efrén dice que el nombre de María «es la llave que abre la puerta del cielo a quien lo invoca con devoción».

Cada uno de nosotros tenemos también, como la Madre de Dios, un nombre, —bueno, algunos tenemos dos o tres— y sabemos que el Señor nos ha llamado por nuestro nombre invitándonos a seguirle, como los apóstoles, cuyos nombres vienen en el Evangelio (Lc 6,12-19). En la Historia de la Salvación es Dios quien impone o cambia el nombre a los personajes a quienes destina a una misión importante, «eligió a doce de entre sus discípulos y les dio el nombre de apóstoles» (cf. Lc 6,13). A Simón, Jesús le dice: «Tú te llamas Simón. En adelante te llamarás Kefá, Pedro, piedra, roca, porque sobre esta roca edificaré mi Iglesia» (cf Jn 1,42). Los primeros cristianos recordaron y registraron los nombres de estos Doce y de algunos otros hombres y mujeres que siguieron a Jesús y que después de la resurrección fueron creando comunidades para el mundo. Hoy también, todo el mundo recuerda el nombre de algún catequista o profesora que fue significativo para su formación cristiana. Celebremos este martes el nombre de «María» y celebremos con gozo, que tenemos nosotros también un nombre que nos identifica ante Dios y ante nuestros hermanos. ¡Bendecido día!

Padre Alfredo.

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