domingo, 3 de septiembre de 2017

«El rey de chocolate y la cruz de cada día»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este domingo quiero empezar mi reflexión trayendo a la memoria una canción de «Cri-Cri». Me vino de inmediato al ver el tema que la liturgia de la Palabra de hoy nos propone. Por lo menos la gente de mi edad habrá escuchado «El Rey de Chocolate», ¿se acuerdan?: «Hubo un Rey en un castillo con murallas de membrillo, con sus patios de almendrita, y sus torres de turrón. Era el Rey de Chocolate con nariz de cacahuate, y a pesar de ser tan dulce tenía amargo el corazón...» Me preguntarán: ¿Y por qué esta canción? Placer, poder, riqueza, éxito, lujos, comodidades, apegos, satisfacciones ... todas estas cosas, aún lícitas, forman parte de este mundo «empalagoso» que aún a quien lo tiene todo no le llena el corazón. Aunque todo parezca vida y dulzura alrededor del Rey de Chocolate, hay amargura en su corazón. «¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero, si pierde la alegría del corazón?» (cf. Mt 16, 26). La lógica del Reino de los Cielos es muy diferente a los empalagues de este mundo.

¡Qué lejos estamos de la meta que nos propone Cristo!… El miedo, la vergüenza y la falta de confianza en el Señor nos suelen invadir. También solemos buscar los aplausos, la vida cómoda, los cumplimientos sabor a chocolate. Si Jesús nos invita hoy a cargar con la cruz, nos está diciendo que no hay otro camino para ser sus discípulos que el mismo camino por donde él transitó para cumplir la voluntad del Padre. El texto evangélico de hoy (Mt 16,21-27) nos invita a una reflexión profunda, a ser sinceros, a ver la originalidad de los santos que se dejaron seducir por el Señor como Jeremías (Jer 20,7) y fueron viviendo con pasión el Reino desde aquí en la tierra, llevando la Cruz de cada día y ofreciendo al Señor sus cuerpos «como hostia viva, santa, agradable a Dios» (Rm 12,1). ¡Qué diferentes los criterios del mundo! La canción del Rey de chocolate dice más adelante: «Aquel Rey al ver su suerte, comenzó a llorar tan fuerte, que, al llorar, tiró el castillo y un merengue lo aplastó». Sí, si nos dejamos cautivar por las cosas de este mundo... ¡nos aplastan! Hoy que se invoca la tolerancia para dar la bienvenida incluso a lo que es moralmente aberrante para endulzar la vida, no se tolera ni a Cristo ni a quienes son sus discípulos de verdad, porque no se adaptan a los criterios de este mundo, sino que se transforman por la renovación de la mente, para discernir y vivir de acuerdo a «lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (cf. Rom 12,1-2).

Seguir a Jesús supone renunciar a muchas cosas de lo que parece reinar en el mundo de hoy. Así nos lo dice Jesús en el Evangelio. Estar con Jesús significa negarnos a nosotros mismos, hacer de Jesús el centro de nuestra vida, cargar con todo lo nuestro y seguirle «con pasión». La clave de esta «pasión» La fe y los hechos van juntos... es la Cruz. No se concibe seguimiento del Maestro sin «tomar la Cruz». Es condición indispensable para transitar el camino de Jesús. Él nos devela hoy cómo sacar toda clase de amargura del corazón: dar la vida, ser capaz de «darse» y «partirse» con pasión. por amor al Reino de los Cielos. Jesús enseña que para vivir verdaderamente debemos estar dispuestos a morir con «pasión», como Él. Debemos estar dispuestos a cargar nuestra cruz y seguir a Jesús al Calvario y a la muerte, y esa no es una cruz ornamental, como el oropel de tantas cosas en este mundo. El Papa Francisco, hablando de la Cruz dice: «No se trata de una cruz ornamental, o de una cruz ideológica, sino que es la cruz del propio deber, la cruz del sacrificarse por los demás con amor. Asumiendo esta actitud, estas cruces, siempre se pierde algo. No debemos olvidar jamás que “quien perderá la propia vida por Cristo, la salvará”. Es un perder para ganar.» (Homilía del Papa Francisco el 19 de junio de 2016). Jesús quiere conducir a sus discípulos a una espiritualidad en la que Dios sea Dios y en la que se vea la realidad tal y como es, sin amoldar a Dios y a la realidad a uno mismo, haciendo a un lado la dulzura empalagosa del mundo que no llena de alegría el corazón del Rey de Chocolate ni ninguno otro más. Hay que vivir como María, como los santos, siempre únicos e irrepetibles, llevando la Cruz de cada día. ¡Bendecido domingo!

Padre Alfredo.

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