El Evangelio de san Lucas, en el capítulo 8, nos presenta la conocida parábola del sembrador (Lc 8,4-15). Una parábola con la que los discípulos-misioneros debemos entender que, así como sucede con los terrenos donde cae la semilla, los corazones de los hijos de Dios no son iguales. El sembrador arroja la semilla y sus discípulos hemos de aprender la lección que nos quiere dar. Él no es ansioso, no fuerza la semilla ni castiga la tierra. Él siembra con generosidad y con cuidadosa y discreta observación, acompaña el crecimiento de la plantita que surge. Es más, al arrojar sus semillas, el sembrador no aparece condicionado por la respuesta del terreno; siempre lo hace con libertad, sin importar que los resultados no sean los esperados. Si entendemos esto ya es ganancia, porque al ser colaboradores del sembrador hemos de llevar la Buena Nueva a su estilo. Quizás, de repente tengamos que despojarnos del ansia de ver resultados «inmediatos» en nuestros apostolados.
Quien tiene la gracia de sembrar la Palabra de Dios, sabe con seguridad, que esta Palabra no pasa en vano y que no le corresponde hacerla fructificar como y cuando quiera. Puede que el corazón de quien escucha la Palabra sea árido, pedregoso, espinoso o tierra fecunda. Eso no está en nosotros, pero ciertamente la semilla arrojada responsablemente —con nuestro compromiso misionero— dará su fruto. No es por casualidad que entre la parábola (Lc 8,4-8) y su explicación (Lc 8,11-15), Jesús hable de «los misterios del Reino de Dios» (Lc 8,10). Dios sabe cómo hace su obra, a nosotros nos toca sembrar. No nos corresponde pretender ver cómo Dios obra el crecimiento, lo que nos toca es sembrar responsable, amorosa y generosamente. Ayer, además del apoyo material que hemos podido tener en el centro de acopio, un grupo de laicos, religiosas y un servidor, salimos a llevar la Buena Nueva consolando a quienes permanecían afuera de un edificio colapsado esperando pacientemente la remoción de los escombros y visitamos uno de los hospitales del entorno. Me tocó confesar a algunos, escuchar a otros, acompañar en silencio a algunos más. La Palabra ha caído en esos corazones, unos muy conformes con la voluntad de Dios, otros consternados tratando de que Dios les devuelva a sus familiares desaparecidos con vida, otros más pidiendo solamente que les entreguen el cuerpo de sus gentes. Mientras yo confesaba o visitaba a los enfermos unos se unían de viva voz a las oraciones de las religiosas y otros permanecían callados recibiendo las estampas con oraciones que los laicos distribuían.
Para el discípulo–misionero, su presencia en medio de la tragedia no puede ser solamente de asistencia social, sino también y por supuesto, ha de ser una presencia que invite a experimentar la misericordia y la compasión del divino Sembrador, que ha depositado la semilla de la Palabra en el corazón. Puede que el terreno en el que cae esté por ahora muy pedregoso, quizá lleno de matorrales por lo vivido, a lo mejor anegado por la lluvia de las lágrimas que han aflojado la tierra de más, o duro y quebradizo a causa de la insolación sorpresiva de un permanecer ante la vida sin techo. Además de esto —en medio de la tragedia— hay quienes, para acortar el camino, han pasado en medio del campo, pisoteando las plantitas que apenas crecen (Mc 2,23), tal vez sembrando desesperanza, tristeza o frustración. Sin embargo, a pesar de todo esto, hay que confiar en la fuerza de la simiente que cae en el corazón. Ayer hemos llevado la semilla del Señor y les hemos dado un poco de consuelo. Es bueno que, quienes permanecemos en pie porque no nos ha afectado el terremoto nos preguntemos: ¿Abro mi corazón para recibir la semilla de la Buena Nueva? ¿Busco, en medio de esta situación, entender el mensaje del Señor y transmitirlo? ¿Estoy consciente que el buen fruto de esta semilla, depende de mí, de nosotros?... Son las 8:15 de la mañana cuando termino esta reflexión, porque cuando la estaba terminando de escribir para enviarla, empezó a sonar la alarma sísmica y tuvimos que salir... 6.1 pero aquí casi no se sintió. Hoy es sábado: María, Madre de gracia y Madre de misericordia, —¡Madre de la Divina Misericordia!— en la vida y en la muerte, ampáranos gran Señora!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario