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Yo creo que todos hemos tenido la experiencia de haber ofrecido el perdón y, a la vez, quedarnos con una sensación de fracaso. Como si aquel que perdona y olvida, es el que da su brazo a torcer. Pero Jesús nos enseña que la grandeza del hombre está en su capacidad de perdonar. El secreto de esto está en cerrar los ojos y abrir el corazón. Cuando se vive íntimamente unido a Cristo, no hay obstáculo insalvable ni ofensa gigantesca. Si muchas heridas permanecen abiertas (en las familias, en la sociedad, en la iglesia, en las comunidades, parroquias, política, etc.,) es en parte porque nos falta vivir esa intimidad. ¡Y lo digo empezando por mí! Por esa falta de comunión íntima con el buen Jesús que nos invitará siempre a «soltar amarras». Qué bueno sería que no nos miráramos demasiado a nosotros mismos, para no asustarnos al ver la miseria, y que bueno sería que no dejáramos tirados en la cuneta a quienes han hecho tanto por nosotros y que han presentado alguna falla, o cometido algún error que nos afecta. Apostar por la familia, por la Iglesia, por la comunidad, por la parroquia, por ser católicos (universales) nos exige y nos empuja a remar mar adentro, «soltando amarras» y buscando la misericordia y la compasión del Señor para nosotros mismos y para los demás.
La deuda de «muchos millones» de la que habla Mateo era grandísima. La deuda de poco dinero no era casi nada. No existe medio de comparación entre los dos deudores (Mt 18,23-34). Aunque el deudor con todo y su mujer y sus hijos fuesen a trabajar la vida entera, jamás serían capaces de liquidar el adeudo. Ante el amor de Dios, que perdona gratuitamente nuestra deuda, es nada más que justo el que nosotros perdonemos al hermano una deuda insignificante... ¡setenta veces siempre! ¡El único límite a la gratuidad del perdón de Dios es nuestra incapacidad de perdonar al hermano! (Mt 18,34; 6,15). El perdón es la perfección de la caridad. Nos cuesta mucho, porque requiere que venzamos nuestro orgullo y que seamos humildes, que «soltemos amarras». Pero solamente así podemos ser sus discípulos–misioneros y lanzarnos mar adentro, en el mar de su misericordia. El que no sabe perdonar no ha conocido todavía la plenitud del amor. No debemos preocuparnos por la correspondencia del otro si hemos hecho lo que estaba de nuestra parte. Cada uno es diverso y, por lo tanto, cada uno dará cuentas a Dios de lo que haya hecho con su vida y con sus acciones. María es Madre del Dios que perdona y por eso podemos decir que ella es Madre del perdón. A los pies de la cruz, María vio a su Hijo ofrecerse totalmente a sí mismo y así dar testimonio de lo que significa amar como Dios ama «sin amarras». En aquel momento escuchó a Jesús pronunciar palabras que probablemente nacían de lo que ella misma le había enseñado desde niño: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23,34). ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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