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Los talentos recibidos no son un derecho, son un regalo que el amor de Dios nos hace. Y, generalmente, sabemos que un regalo se recibe para usarlo, para ponerlo en acción, para compartirlo. No se recibe algo para guardarlo sin destapar y mantenerlo ajeno a la propia vida, pero eso es lo que hizo el tercero de los servidores en esta parábola. Aquel hombre no se detuvo a valorar la confianza que le había dado su señor, ni lo valioso del único talento que poseía, ni lo mucho que podía ganar con él. Simplemente recibió y escondió, desenterró y entregó... ¡Qué vida tan cómoda la de aquel «siervo malo y perezoso»! (Mt 25,30). No hizo más que esconderse en la observancia exacta y mezquina de la ley. Creía que, al actuar así, la severidad del legislador no iba a poderle castigar. En realidad, una persona así no cree en Dios, sino que apenas cree en sí misma y en su observancia de la ley. Se encierra en sí misma, se desliga de Dios y no consigue interesarse en los otros. Se vuelve incapaz de crecer como persona libre. Esta imagen falsa de Dios aísla al ser humano, mata a la comunidad, acaba con la alegría y empobrece la vida... ¡Cuántos católicos viven así! La respuesta del señor es irónica: «¡Sabías que yo cosecho donde no sembré y recojo donde no esparcí, debías, pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, y así, al volver yo, habría cobrado lo mío con los intereses!» (Mt 25,26).
Aquel hombre no produjo nada con su talento. A Cristo le duele enormemente esa actitud de tanta gente. Se encuentra ante muchos católicos «no practicantes» llamados a hacer un bien, aunque sea pequeño, y resulta que no han hecho nada. Eso se llama pecado de omisión, y es algo que daña al corazón de Jesús, porque es una manifestación de pereza, dejadez, falta de interés y desprecio a quien le ha encargado no uno, sino tantos talentos. En la parábola el hombre que regresó de viaje, manda quitarle el talento para darlo a aquel que tiene diez, «Porque a todo el que tiene, se le dará y le sobrará; pero al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará» (Mt 25,28). Aquí está la clave que aclara todo. En realidad, los talentos, los bienes del Reino, son el amor, el servicio, el compartir. La persona que no piensa en sí y se entrega a los demás, va a crecer y recibir de forma inesperada, todo aquello que entregó y mucho más. No somos propietarios de nuestras cualidades. Sólo somos administradores. Nuestro punto de mira no está en el beneficio y la seguridad propia. Porque el don que no se comparte es un don enterrado. La vida, regalo permanente de Dios, no la podemos enterrar, no la podemos dejar estéril, sin dar frutos. El Señor confía en nosotros, para que también compartamos nuestros dones, los que Él nos regala y que nosotros debemos poner a producir en beneficio de otros, como María –a quien recordamos cada sábado durante el año– la mujer llena de talentos que no entierra nada, sino que busca multiplicar los talentos pensando siempre en los demás. No lo olvidemos. La vida se nos ha dado no como absoluta propiedad, sino como un tesoro que administrar y del que tendremos que dar cuenta al Señor. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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