miércoles, 20 de septiembre de 2017

«El terremoto de ayer»... Un pequeño pensamiento para hoy

Hace apenas unos días, recordando el 11/09 compartía con ustedes una reflexión con la pregunta: ¿En dónde estaba Dios? Hoy, al amanecer de este día en el que todo ha cambiado para quienes vivimos en Ciudad de México, pienso en otra pregunta que me hace mucha gente luego de que exactamente el mismo: ¿Por qué permite Dios los desastres naturales como lo terremotos, los huracanes y los tsunamis? ¿Por qué se volvió a repetir en el mismo 19 de septiembre como hace 32 años, un terremoto? Dios creó todo el universo y las leyes de la naturaleza (Gén 1,1). La mayoría de los desastres naturales son el resultado de estas leyes en acción. Los terremotos son el resultado de desplazamientos de las placas en la estructura de la corteza terrestre y ayer vivimos dos seguiditos, uno de 6.8 y otro de 7.1 con dos segundos de diferencia. Lo que yo puedo sentir ahora es una inmensa gratitud a Dios Nuestro Señor... ¡Dios es bueno! ¿Cuántos habitantes vivimos en esta inmensa megalópolis? ¿Cuántos edificios habrá en una ciudad de más de 2º millones de habitantes? Estamos viendo muchos milagros asombrosos, que ocurren durante el proceso de rescate, evitando una mayor pérdida de vidas reevaluando nuestras prioridades en la vida. Inmediatamente ha llegado la ayuda para auxiliar a la gente que está sufriendo. Muchos católicos tenemos la oportunidad de ayudar, rezar, acompañar, compartir. Dios puede, y lo hace, Él trae grandes bienes de terribles tragedias (Rm 8,28). El salmo 46,1-3 nos ayuda a orar en este amanecer: «Dios es nuestro amparo y fortaleza, Nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos, aunque la tierra sea removida, Y se traspasen los montes al corazón del mar; Aunque bramen y se turben sus aguas, Y tiemblen los montes a causa de su braveza.» Dice la filósofa Solange Favereau que «La fuerza de la naturaleza nos devuelve el sentido y el sano juicio».

En el Evangelio de san Lucas (la lectura bíblica de hoy Lc 7,31-35), el Señor Jesús pregunta: «¿Con quién, compararé, pues, a los hombres de esta generación? Y ¿a quién se parecen?» (Lc 7,31) ¿A quién nos parecemos los creyentes que vivimos todas estas cosas? ¿Reconocemos a Dios aún en medio del caos que un desastre natural presenta? El mismo Cristo dice en el Evangelio: «Sólo aquellos que tienen la sabiduría de Dios, son quienes reconocen al Hijo del hombre» (cf. Lc 7,35). Dios es visible de muchas maneras. Él sale a nuestro encuentro en medio de las tragedias con su Corazón traspasado como en la cruz. El Señor no está ausente en nuestra historia. Viene hoy a nuestro encuentro a través de los hombres en los que Él se refleja rescatando a los que han quedado atrapados; acompañando mediante sus sacramentos y su Palabra; solidarizándose con los que han perdido sus hogares o sus familias. En medio del dolor profundo y de la inseguridad de lo que pueda seguir, experimentamos el amor de Dios, percibimos su presencia y, de este modo, aprendemos también a reconocerla en nuestras vidas. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; por eso, nosotros podemos corresponder también con el amor concreto. 

Hoy es un día para portarnos como auténticos cristianos, viviendo no como quien solo suspira diciendo: ¡Ay, pobres!; sino como quien se identifica plenamente con lo que ha pasado, así esté cerca o lejos sabiendo descubrir la presencia de Dios que acompaña. ¡«Cantamos canciones tristes y no han llorado»! reclama Jesús en el Evangelio de hoy (Lc 7,32). ¿Qué cómo podemos solidarizarnos? Cada quien lo sabe según donde está. Nuestros pensamientos y emociones, como discípulos-misioneros no pueden —y menos ahora— dejarse llevar por la amargura, la tristeza o el resentimiento con Dios por lo que ha sucedido. Depositemos nuestra confianza en Dios y conservemos, junto con la confianza en Él, la paz interior para poder ayudar como podamos. ¿Estamos dispuestos a intentarlo? Es ante los grandes problemas cuando más solidarios debemos ser; son oportunidades que la vida nos pone para mostrarnos más humanos, más comprensivos ya que en la adversidad, es cuando más podemos ser hermanos. ¡Qué la Santísima Virgen, la Madre de Dios y Madre nuestra, que vibra como toda mamá con el sufrimiento de sus hijos, nos ayude a ver y decidir, qué es lo mejor que podemos hacer! 

Padre Alfredo.

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