Para vivir los mandamientos hay que, entonces, profundizar en el amor. Adentrarse en el corazón de Jesús y verlos desde su mirada, desde su perspectiva, desde su misión. La Ley, vista y vivida desde el amor, es como toma su verdadero sentido yendo mucho más allá de verla como un conjunto de normas frías que coartan la libertad del hombre. La Ley se hace camino hacia la verdadera libertad y a la felicidad. Por eso San Mateo nos enseña que quien enseña los mandamientos y los cumple, será grande en el Reino de los Cielos. Así, cada uno de los mandamientos es fuente se sentido, de paz y de alegría en el corazón del creyente que busca encender su corazón con la belleza del Evangelio. En Cristo y desde Cristo, la contemplación y la vivencia de los mandamientos vuelve fecunda la vida y llena al mundo de esperanza.
Esta Ley, estos Mandamientos, no son para vivirlos de una manera aislada, porque no somos islas y vivimos en comunidad. La familia, la parroquia, el grupo, el círculo de amigos… se convierten en el espacio concreto en donde damos cumplimiento a la Ley para alcanzar la plenitud en el amor. Tanto en nuestra vida personales como en nuestra vida comunitaria La Ley —contenida en el Antiguo Testamento—, Jesús de Nazareth y la la vida en el Espíritu Santo no pueden separarse. Los tres forman parte del mismo y único proyecto de Dios y nos comunican la certeza central de la fe: el Dios de Abraham y Sara está presente en medio de las comunidades por la fe de Jesús de Nazaret, que nos mandó su Espíritu para que nos amemos los unos a nosotros, como él nos ha amado. Pidamos al Señor, tomados de la mano de María, la Madre del Amor Hermoso, que llene nuestros corazones de amor para así poder cumplir los mandamientos con alegría no como una carga, sino como un regalo para ser felices y alcanzar el cielo. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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