La última aparición de Jesús resucitado termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina, simbolizada, en la Escritura por la nube y el cielo, donde está sentado desde ese momento a la diestra del Padre. Sólo de una manera totalmente excepcional y única Jesús se mostrará luego a san Pablo, en una última aparición que lo estableció como apóstol. El carácter velado de la gloria del Resucitado se insinúa en sus misteriosas palabras a María Magdalena: «Aún no he subido al Padre; pero ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios». Esto indica una diferencia en la manifestación entre la gloria del Cristo resucitado y la del Cristo exaltado a la derecha del Padre, una transición marcada por este acontecimiento histórico y trascendente de la Ascensión, cuestión que solamente San Lucas nos narra, tanto en su Evangelio como en el libro de los Hechos.
Quiero detenerme un poco en el relato del Evangelio (Lc 24,43-56). La Ascensión aparece al final de todo, como el epílogo final, como cerrando con «broche de oro» este evangelio de la bondad y la ternura de Jesús. Aquí aparece Jesús «levantando sus manos y bendiciéndolos» (Lc, 24,50). San Lucas quiere que pensemos en las manos de Jesús que se levantan por encima de la tierra para bendecirnos con una expresión de cariño y ternura que acompaña. El amor no se va; el amor se queda. Este gesto nos recuerda cómo antes los papás y mamás bendecían a los hijos al salir de casa, costumbre hoy casi olvidada. Pero este gesto habla claramente de eso: el amor no se va, el amor se queda. Entre el cielo y la tierra no hay un muro que nos separa sino un gran «espacio acogedor» que nos une con Dios para siempre. Aquella solemne bendición de Jesús no fue sólo para quienes estaban allí en un momento preciso; esa fue la bendición del Supremo Sacerdote que antes de entrar en el «Sancta Sanctorum» de la Jerusalén celestial, nos dejó una bendición permanente para toda la Humanidad. Se va, pero se queda. Se va y nos deja una bendición, es decir, una «caricia permanente». ¡Cómo recuerdo que el papa Francisco, de feliz memoria, nos hablaba de la «caricia de Dios»! Dejémonos, pues, acariciar y de la mano de María experimentemos este gesto del amor que no se va, sino se queda. ¡Bendecido domingo de la Ascensión del Señor!
Padre Alfredo.
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