Encontrarse con otros hermanos que, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Mt 513-16), están llamados como yo a ser “luz del mundo” en el ministerio sacerdotal, produce un inmenso gozo que llena el corazón y la vida misma de cada uno de nosotros que somos peregrinos de esperanza desde cada altar y cada ambón de nuestras parroquias. En medio de la alegría del compartir, volvemos a darnos cuenta de que Dios es quien nos confirma en la unidad sacerdotal para ser luz e iluminar nuestro mundo que parece siempre tentado a ir hacia el camino de las tinieblas. El sacerdote, como luz del mundo, es colocado por el Señor Jesús para transformar la realidad a donde llega sacando todo lo bueno que hay en ella, impidiendo que esta realidad pastoral sea deformada, distorsionada. Y junto a esto, poniendo por ejemplo la sal, el Evangelio hace una consideración y formula una pregunta: Si la sal se vuelve insípida ¿con qué la salarán?
La luz ha de iluminar por su propia naturaleza y las tinieblas se deshacen cuando ella está presente de la misma manera como lo desabrido desparece con la llegada de la sal. El sacerdote, como discípulo-misionero iluminado por la luz de Cristo no puede ni debe ocultar esa luz, pues ha sido iluminado para, a su vez, iluminar; no debe ni tiene porque dejar de dar sabor como la sal. En el final de este pasaje evangélico de hoy, aparece lo que Jesús ha querido resaltar como enseñanza para los discípulos: “Brille así su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en los cielos”. La existencia del sacerdote, a pesar de haber perdido tanta credibilidad en nuestra época, no puede quedar opacada, sino que debe alumbrar; preservar de la corrupción y mover a volverse a Dios, dador de todo bien. Que María, Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, nos ayude a aprovechar estos días para iluminar nuestro corazón saboreando el gozo de nuestra vocación. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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