El papa Benedicto XVI, de feliz memoria, comentando la parte final del Evangelio de este domingo (Lc 9,18-24) en la que Jesús dice: «El que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa, ese la encontrará» afirma que esta es la paradoja que debemos tener presente ante todo en la opción por la vida. No es arrogándonos la vida para nosotros como podemos encontrar la vida, sino dándola; no teniéndola o tomándola, sino dándola. Este es el sentido último de la cruz: no tomar para sí, sino dar la vida. (2 de marzo de 2006). Pero sabemos que hay en el ambiente una especie de miedo a la cruz, a la cruz del Señor. Y es que mucha gente llama «cruces» a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. Este domingo XII del tiempo ordinario coincide con el día que la Iglesia dedica a la memoria litúrgica de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, la fundadora de la familia misionera a la que pertenezco. Madre Inés decía que «la cruz, debe acompañar al misionero en toda su vida, debe ser la compañera inseparable, la dulce compañera que, ¡oh paradoja! llenará de alegría, de dicha inexplicable, los instantes todos de su existencia». (La Santísima Trinidad Misionera).
Seguir a Jesús, al estilo de madre Inés y de todos los beatos y santos, no es fácil en un mundo que parece siempre, a lo largo de la historia, olvidarse de la existencia de Dios y de su interacción con nosotros. Ser discípulo–misionero de Cristo, ser auténtico cristiano, no siempre es una cosa cómoda. Porque muchas veces nos exige ir «contra corriente» y plantar cara a la mentalidad humana, a veces demasiado humana, o sea, como decía el papa Francisco, «mundana» propia del mundo y de la cultura de nuestro tiempo. Ser un cristiano de verdad respondiendo a la pregunta de Cristo, también presente en el Evangelio de hoy: «¿Quién dicen ustedes que soy yo?», es un compromiso exigente. Y en ocasiones también misterioso. Porque Dios nos desconcierta y sus modos de actuar no son como los de los hombres, ni siempre inteligibles para nuestra razón. Vivir el Evangelio exige mucha fe, porque Dios es misterioso y casi siempre se nos presenta envuelto en el misterio. Y exige también mucha valentía, generosidad y amor porque, para seguir a Jesús hay que ir por la vía de la cruz. Y sólo con mucha fe y con un amor muy grande y generoso, lleno de esperanza, la cruz no será para nosotros un motivo de escándalo, sino un instrumento bendito de salvación y de santificación que nos hará salir de nosotros mismos para llevar a Dios a los demás.
La beata María Inés siempre habló de la cruz dándole el sentido que debe tener: «Espero en Dios que todos mis hijos estén bien, muy contentos en el desempeño de sus ocupaciones cada uno, no teniendo otra mira que agradar a Dios y salvarle almas, observando aquello que nuestro Señor nos indica en su santo evangelio: “Negarse a si mismo, tomar cada día su cruz, y seguirle”». (Carta Colectiva desde San Francisco, California, el 25 de octubre de 1956). La cruz de cada día, nos enseña la beata, con su testimonio de vida, son todos los trabajos, mortificaciones, sacrificios, acciones, obras, quehaceres, servicios, ofrendas, responsabilidades de cada día según los dones recibidos, para cumplir la misión que a cada uno se le ha encomendado, para unirlos en una sola cruz, la de Cristo, para vivir en armonía en un solo cuerpo y un mismo espíritu y lograr que todos le conozcan y le amen para vivir la alegría del Evangelio. Que María santísima y la beata María Inés intercedan por nosotros para que nuestra respuesta sea valiente, generosa, decidida, consecuente. Entonces podremos llamarnos y ser en verdad auténticos discípulos–misioneros de Cristo. O sea, seguidores de un Cristo crucificado y resucitado. ¡Bendecido domingo y felicidades a todos los miembros de la Familia Inesiana!
Padre Alfredo.
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