Este texto nos enfrenta, una vez más, con el más terrible y acuciante de los problemas vitales de que uno puede ser testigo desde su experiencia religiosa. ¿A qué se debe este misterio de la fe que yo abrigo en mi corazón y que ocupa un lugar especial? ¿Qué ha hecho o ha dejado de hacer hoy tanta gente para dejar de creer? ¿Quién es Cristo para mí? ¿Por qué creo en él? ¿Y por qué no cree mucha gente? Estamos por comenzar la Semana Santa un año más ante esta angustiosa preocupación. Miles y miles de hombres y de mujeres asistirán a conmemoraciones masivas y solemnes, unos creerán y se volverán al Señor. Muchos otros quedarán fríos e insensibles porque los llevan a la fuerza. ¡En qué condición viviré yo los oficios de Semana Santa?
En realidad, yo creo que esto nos ayuda a reflexionar y madurar los caminos de la fe. La fe viene de la palabra, de lo que se oye en la predicación, de lo que se aprende de los hermanos creyentes. La fe cristiana no es una invención propia. Nadie la puede lograr por un mero reflexionar sobre la naturaleza o sobre el hombre. Para creer es preciso oír lo que no se ha visto. Para creer hay que oír lo que Cristo nos ha comunicado del Padre y en especial, en estos días santos, escucharemos fragmentos fuertes de su palabra. La voz que nos da a conocer a Cristo es la Iglesia, es decir, el conjunto de hombres y mujeres que creen en él, que están en el área de su luz y de su vida y que con María buscan edificar la Iglesia. Busquemos espacios y tiempos propicios para vivir nuestras celebraciones de esta semana, llamada, con razón, Semana Mayor. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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