Estoy seguro que así, con sencillez, Cristo resucitado, que nos ve desde su presencia eucarística, quiere dirigirse a cada uno de nosotros en la Misa, en la Hora Santa, en el momento de Adoración. Nos mira con el mismo cariño que brindó a aquel grupito que se sentía desilusionado porque la pesca había sido nula... ¡Algo faltaba!, o más bien dicho, «Alguien» faltaba. El grito «¡Es el Señor!» sólo puede partir de una garganta acostumbrada a llamarle así y también de un corazón que sabe que ha fallado. Gritar de ese modo significa reconocer que todo era verdad, que Jesús no los ha engañado, que su poder no conoce límites, que todo tiene sentido, que sigue habiendo futuro, que ya no importa perder la vida una vez que se ha entrevisto el final.
Estas fiestas pascuales que estamos celebrando no pueden quedarse en los aleluyas nada más... Han de despertar en nosotros un intenso deseo de intimidad con el Resucitado y una necesidad de comunicar a otros nuestra fe, nuestra alegría. El gozo de sabernos salvados en el nombre de Jesús, de haber sido convocados en torno a la cena fraternal para testimoniar en el mundo la posibilidad de que todos podamos vivir como hermanos... Desde nuestra intimidad con el señor, desde nuestra familiaridad con él, como la que vivieron los apóstoles, recurramos también a la Madre de Cristo y con ella pidamos al Señor que resucite también nuestro mundo. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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