Quien da todo a Dios, como esta mujer, se convierte en don también para el prójimo. Por el contrario, quien realiza muchos cálculos de frente a la llamada de Cristo, acaba regateando también a los demás. Cuando decimos que sí al Señor, llevamos a los demás «el buen olor de Cristo» (2 Cor 2,15) y ellos pueden sentirse amados con un amor de predilección. Como sucedió en esa ocasión, podríamos decir que «la casa se llenó de la fragancia del perfume» (Jn 12,3). Por eso, nuestra vida, empujada y guiada por la fuerza de Dios, puede llenar de fragancia a este mundo que, ante las adversidades se llena de tristeza. El evangelio nos dice que «los príncipes de los sacerdotes decidieron dar muerte también a Lázaro» (Jn 12,10). Jesús nos pide que le acompañemos como se lo pidió a Lázaro, porque si nuestra voluntad no está dispuesta a morir según la Pasión de Cristo, tampoco la vida de Cristo será vida en nosotros.
María, la hermana de Lázaro y de Marta, es pues, el símbolo de la humanidad que se dejó amar por Jesús en su Pasión. Es el símbolo de la realidad de ella: esta mujer hace de modo «intuitivo» este gesto, pero quien lo hace «plenamente», lo sabemos por Juan, es María santísima, la Virgen, quien como madre acepta el absurdo de que su Hijo sufra por ella. Una madre querría aceptar cualquier sufrimiento por su hijo y no viceversa; en cambio, como esta Madre no posee a Jesús, sino que está poseída por él como humanidad y como Iglesia, entonces a través de un camino doloroso de fe, un largo camino, que Juan y Lucas nos describen, llega al Calvario dispuesta a dejarse salvar por los sufrimientos del Hijo. Unámonos a la Virgen María en estos días santos y con ella acompañemos a Jesús en estos, sus últimos días antes de que sea elevado en la Cruz para alcanzarnos la vida eterna y darnos el regalo de la resurrección. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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