El Espíritu Santo es, definitivamente el que mueve la Iglesia, es aquél que trabaja en la Iglesia y por supuesto en el corazón de cada uno de los discípulos misioneros de Cristo. Es aquél que nos enseña a mirar al Padre y a decirle: «Padre». El Espíritu Santo actúa en la Iglesia y en nuestras vidas de muchas maneras. Su modo de obrar es infinito, porque es Dios y Él es muy creativo. Por eso para cada situación y para cada persona se «inventa» su manera particular, única, irrepetible, como cada uno de nosotros para hacerse presente. Para dejar actuar al Espíritu Santo en nuestras vidas hay que tener hacia Él una escucha atenta, una escucha que no sea selectiva, es decir, que no escuche solo lo que nos convenga. Hay que tener, también, una gran docilidad. Pero una docilidad que no sea pasividad, sino que implique una participación activa.
Y tú, ¿cómo dejas actuar al Espíritu Santo en tu vida? Es importante señalar que cada uno de nosotros tiene la elección de aceptar o no la guía del Espíritu Santo. Cuando se conoce la voluntad de Dios pero no se sigue, se está resistiendo a la obra del Espíritu Santo (Cf. Hch 7,51; 1Tes 5,19). Y cuando se desea seguir el propio camino al margen de Dios, se entristece al Espíritu Santo (Cf. Ef 4,30). Leyendo y meditando el Evangelio de hoy nos quedamos con que el discípulo–misionero de Jesús vive constantemente al abrigo del Dios vivo, bajo su cuidado por la acción del Espíritu Santo. Cuando suene la hora de la persecución, como narra el párrafo final de l perícopa evangélica de hoy, el Espíritu Santo se encargará de la defensa. El juicio llevado por el mundo en contra de Cristo, se convertirá, por la acción del Espíritu, en testimonio dado en su favor. Que María, la llena de la gracia del Espíritu Santo nos mantenga siempre firmes dejando actuar al Espíritu en nosotros. ¡Bendecido sábado!.
Padre Alfredo.
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