Lo que le sucedió a Cristo le pasa también a su comunidad eclesial, desde siempre: son muchos los que llegan a la fe y se alegran de la salvación de Cristo. Pero otros muchos se niegan a ver la luz y aceptarla. No nos extrañe que muchos no nos hagan caso. A él tampoco le hicieron, a pesar de su admirable doctrina y sus muchos milagros. La libertad humana es un misterio. Jesús asegura que el que escucha a sus enviados —a sus discípulos–misioneros— le escucha a Él, y quien les rechaza, le rechaza a Él y al Dios que le ha enviado. Ése va a ser el motivo del juicio. No valdrá, por tanto, la excusa que tantas veces oímos: «yo creo en Cristo, pero no en la Iglesia». Sería bueno que la Iglesia fuera siempre santa, perfecta, y no débil y pecadora como es —como somos—. Pero ha sido así como Jesús ha querido ser ayudado, no por ángeles, sino por hombres imperfectos.
Hoy, nosotros, tenemos que evaluar nuestra actitud frente al Reino, porque hemos sido elegidos por gracia. No tenemos mérito alguno para ser escogidos. Pero tenemos que responder a este llamado de Dios con altura y con responsabilidad. Es una exigencia y debemos cumplirla. Dejemos el juicio a Dios. Nosotros anunciamos a tiempo y a destiempo el Reino de Dios con todos sus valores. No perdamos el tiempo, ni las oportunidades que nos ofrece la vida para que la soberanía de Dios se a una realidad en los corazones y las conciencias que todas las personas. El Reino nos urge, nos llama, tiene que ser tarea de todos, pero iniciativa única de Dios. Dispongámonos, con ayuda de María Santísima, a ser obreros del Reino con alegría y con disponibilidad, pero también con mucha apertura, para que otros accedan a él, con la libertad y la alegría de verdaderos hijos e hijas de Dios. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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