Igual que mucha gente de nuestro tiempo, aquellos primeros discípulos del Señor pensaban sólo en el consuelo y el premio, no en el sacrificio y la renuncia para seguir a Jesús. Tal vez, que no hubiera dicho aquello de que «el que me quiera seguir, tome su cruz cada día» (Mt 16,24). Pero bien sabemos nosotros que ser seguidores de Jesús pide radicalidad, no creer en un Jesús que se pueda hacer a la medida. Ser colaboradores suyos en la salvación de este mundo también exige su mismo camino, que pasa a través de la cruz y la entrega. Como tuvieron ocasión de experimentar aquellos mismos apóstoles que ahora no le entienden, pero que luego, después de la Pascua y de Pentecostés, estarán dispuestos a sufrir lo que sea, hasta la muerte, para dar testimonio de Jesús.
A la luz de esto nos debemos dar cuenta de que no podemos amar nuestra vida de tal forma que nos apeguemos a ella y tratemos de evitarle todo el sacrificio y esfuerzo que se exige a quien quiera no sólo anunciar, sino ser testigo de la Buena Nueva del amor de Dios para todos. Quien quiera colaborar para que el Reino de Dios se haga realidad entre nosotros, debe aprender a renunciar a sí mismo, a no querer conservar su vida sin sembrarla en tierra para que muera y surja una humanidad nueva en Cristo. La fecundidad que viene del Espíritu de Dios en nosotros requiere que muramos a nuestros egoísmos y a nuestras visiones cortas de la vida, y que comencemos a dar nuestra vida para que otros tengan vida, y la tengan en abundancia. Y esto porque desde la cruz, Él asoció a su Redención nuestras penas, dolores, sacrificios, entrega, e incluso nuestra muerte aceptada por Él y por su Evangelio. Con María sigamos el camino unidos a Jesús. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario