El que tiene un corazón puro es feliz (Mt 5,8) porque conserva o recobra su pureza que le hace descubrir su origen a través de esta imagen. Aquel que ve el sol en un espejo no necesita fijar la mirada en el cielo para ver al sol; lo ve en el reflejo del espejo tal cual está en el cielo. Así nosotros que somos demasiado frágiles para captar la luz, si nos volvemos hacia la gracia de la imagen de Dios que tenemos esculpida en nuestro interior desde el principio, encontraremos en nosotros mismos lo que buscamos. En efecto, la pureza, la paz del alma, la distancia de todo mal, es la divinidad. Si poseemos todo esto poseemos ciertamente a Dios. Si nuestro corazón se aparta de toda maldad, libre de toda pasión, limpia de toda mancha, podemos ser felices porque nuestra mirada es transparente. Esa es la vida de los santos y a eso debemos tender.
Sólo nuestra voluntad puede estropear el plan divino y por eso necesitamos vigilar para que no sea así. Muchas veces se meten la vanidad, el amor propio, los desánimos por falta de fe, la impaciencia por no conseguir los resultados esperados, etc. Por eso, nos advertía san Gregorio Magno: «No nos seduzca ninguna prosperidad halagüeña, porque es un viajero necio el que se para en el camino a contemplar los paisajes amenos y se olvida del punto al que se dirige». Convendrá, por tanto, estar atentos en mantener la presencia de Dios y considerar frecuentemente la filiación divina, de manera que todo nuestro día —con oración y trabajo— tome su fuerza y empiece en el Señor, y que todo lo que hemos comenzado por Él llegue a su fin. De la mano de María, en cuyo corazón solamente hubo espacio para Dios y las cosas de Dios, podemos hacer grandes cosas si nos damos cuenta de que cada uno de nuestros actos humanos es corredentor cuando está unido a los actos de Cristo. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario