Santiago deja muy en claro que Dios no tienta a nadie ni inclina a nadie a cometer el mal, aunque popularmente se diga que Dios envía tales o cuales pruebas y tentaciones. Somos nosotros mismos los que nos tentamos, porque somos débiles, porque no nos sabemos defender de las astucias del mal y hacemos caso de nuestras apetencias: el orgullo, la avaricia, la soberbia, la sensualidad. Tenemos siempre delante la tremenda posibilidad de hacer el bien o el mal, de seguir un camino u otro. A veces con las ideas claras de a dónde tendríamos que ir, pero con pocas fuerzas, y la tentación constante de hacer lo más fácil. Lo de Dios es ayudar: Cuántas veces le pedimos a Dios: «no nos dejes caer en tentación», «líbranos del mal». Esta fuerza de Dios es la que hará posible que se cumpla su plan sobre nosotros: «que seamos como la primicia de sus criaturas». Que no sólo nos salvemos nosotros, sino que ayudemos a otros a seguir el camino que Dios quiere.
A cada uno le viene la tentación cuando su propio deseo lo arrastra y seduce. Por eso hay que dejar todo lo malo que es seducción y descubrir la maravilla de la gracia de Dios que nos sostiene. Así, por ejemplo, lejos de la tentación, cuando ésta se ha vencido, cuando se multiplican las preocupaciones por estar en paz con uno mismo, con los demás y con Dios, sus consuelos son una delicia. Dios no quiere que luchemos en vano, Santa María la Virgen, por poner un ejemplo muy claro, sabía que la gracia de Dios actuaba en ella y era dócil al Espíritu Santo, no había espacio entonces para las tentaciones. Pidámosle a ella que nos enseñe a vivir constantemente en la gracia del señor sin dar pie en nuestro interior a las acciones en las que el maligno quiere que caigamos debido a la tentación. Así como el oro se acrisola en el fuego, así el hombre de fe se acrisola en la prueba, en la tentación que ha de ser vencida con fe y firmeza de voluntad. Recordemos que «querer es poder». ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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