Según varias prescripciones de la Ley de Moisés (cfr. Lv 12,1-8), desde que una mujer israelita daba a luz a un varón, debían cumplirse un total de 40 días hasta presentarse en el Templo para realizar una ceremonia de purificación ritual. La ceremonia incluía dos ofrendas para sacrificar. Si la familia no tenía recursos suficientes, podía presentar un par de tórtolas o de pichones. La Sagrada Familia aprovecha esta subida al Templo para presentar además el niño al Señor y rescatarlo. En efecto, la Ley de Moisés estipulaba también que todo primogénito de Israel pertenecía a Dios. Él mismo había dicho: «en la tierra de Egipto consagré para mí todos los primogénitos de Israel, tanto de hombre como de animal; son míos» (Nm 3,13). Por tanto, era preciso presentarlos al Señor y pagar por ellos un rescate (cfr. Ex 13,1-13), que consistía en unas cuantas monedas (cfr. Nm 18,16).
Esta fiesta de la Presentación del Señor es una revelación del misterio de Cristo: la Carta a los Hebreos (2ª lectura de la Misa de hoy Hb 2,14-18) lo presenta como el sacerdote y hermano misericordioso. Así, celebramos «la presentación del Señor» también como una invitación a renovar nuestra propia presentación al Señor, como «ofrendas vivas» (Rom 12,1) para presentar al Señor ante los hombres con la clarividencia y la pasión de Simeón y de Ana, que se dan cuenta de que todo cobra un nuevo sentido y se deciden a anunciarlo. ¿Cómo anuncio yo a Jesús? ¿Cómo lo doy a los demás? Son dos buenas preguntas con las que podemos quedarnos para meditar en este día. Con María y José que presentan a Jesús en el Templo conservemos nuestra condición de misioneros y «caminemos juntos». ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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