El profeta augura que el Líbano se convertirá en vergel. ¡Todos los árboles improductivos se pondrán a dar frutos! Sí, en los tiempos mesiánicos, la naturaleza misma se asocia a la gran renovación de los corazones humanos. Promesa de felicidad total. Sentido de la creación que participa a los decaimientos y a los enderezamientos del hombre. Aquel día —dice el profeta— los sordos oirán las palabras del libro y saliendo de la oscuridad y las tinieblas los ojos de los ciegos verán. Así, Isaías ha escogido dos de las más dramáticas deficiencias humanas y simbólicamente nos anuncia la liberación de «todos» los achaques. Los humildes volverán a alegrarse en el Señor y los pobres se regocijarán en Dios, el santo de Israel.
Estas son, por adelantado, las palabras mismas del Magnificat. María santísima, toda ella, estaba como impregnada de esos pasajes de la Biblia, que ahora leemos en este tiempo del Adviento. Seguramente ella había leído ese poema de Isaías, lo aprendió en la escuela de su pueblo; y a su vez, como Madre lo enseñó a Jesús. El Evangelio de hoy (Mt 9,27-31) nos habla también de unos ciegos. Dos ciegos que son curados por el Señor Jesús. De esta manera tanto el profeta, como el evangelista, nos están diciendo que este mundo nuestro tiene remedio: éste, con sus defectos y calamidades, no otros mundos posibles, sino este en el tiempo y el espacio que nos ha tocado vivir. El Adviento nos invita a abrir los ojos, a esperar, a atender con nuestros oídos permaneciendo en búsqueda continua, a decir desde lo hondo de nuestro ser «ven, Señor Jesús», a dejarnos salvar y a salir al encuentro del verdadero Salvador, que es Cristo Jesús. Con María a la cabeza de nuestro peregrinar, sigamos viviendo este tiempo que Dios nos da. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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