La fiesta de la familia de Nazaret se sitúa en la lógica de la Navidad porque es la lógica de la encarnación del Hijo de Dios, del hacerse carne la Palabra eterna de Dios que viene a habitar entre nosotros. Celebramos la vida de Jesús en familia, su asentamiento entre nosotros, en Nazaret durante muchos años. En Jesús, el hijo de Dios que se hace hijo de María y pasa como hijo de José, podemos llamar a Dios Padre. De modo que de la vida de Jesús en familia nos proyectamos hacia una nueva familia, la de todos los hijos de Dios. Eso significa que Dios es nuestro Padre, que nos ama y que ama el mundo que nosotros amamos, también ese pequeño y hermoso mundo de la familia consanguínea.
Desde que Jesús nace en el humilde portal de Belén, son muchos los años que Jesús pasa en familia, en Nazaret. Y no son años inútiles ni perdidos. Son ocultos a los ojos del mundo, pero muy presentes ante el Padre. Lo que el Jesús itinerante vivirá y proclamará en los breves años de su vida «pública» se gestó y maduró en la vida oculta de la familia y el pueblo de Nazaret. La experiencia humana de la vida de Jesús, familia, trabajo, oración, educación, amistades, celebraciones... es el campo del que él propondrá tantos ejemplos de su doctrina nueva. También la encarnación comporta un progreso a partir de unos inicios oscuros. Es la experiencia que san Juan nos presentaba en la segunda lectura: ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos (1 Jn 3,1-2.21-24). Hay un descubrimiento progresivo de nuestra condición, como también hay una proyección creciente de aquel Jesús de Nazaret, de una historia inicial tan concreta —el hijo del carpintero, el hijo de María— que se va desarrollando con un valor absoluto y universal. Valoremos no solamente la familia de Jesús, sino la nuestra también. ¡Bendecida fiesta de la Sagrada Familia!
Padre Alfredo.
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