La Palabra de Dios es siempre una palabra de esperanza, de una esperanza incondicional, ya que está basada en el amor de un Dios que está dispuesto a hacerlo todo por el pueblo que sufre. Pero es a la vez una palabra exigente para el pueblo. Baruc nos hace pensar en que basta de lamentaciones estériles porque ya es hora de poner manos a la obra. La liberación debe ser una realidad en el esfuerzo del pueblo impulsado por una esperanza en Dios. Entonces se puede caminar en la alegría hacia la patria deseada, símbolo de vida y plenitud. Este anuncio de salvación, de liberación, de plenitud de Baruc, resuena también hoy para nosotros. Porque todos nosotros —nuestra sociedad— vivimos desterrados, lejos de la tierra de la justicia, de la verdad, de la libertad, del amor. Nuestro destierro es real y lamentable: ¡ay de nosotros si no nos damos cuenta! Significaría que nos hemos acostumbrado al falso orden de la injusticia establecida, de la mentira y de la opresión, del egoísmo y de la violencia.
En el Evangelio de hoy (Lc 3,1-6) hemos recordado que fue en la historia humana, en un momento determinado de la historia: «en el año quince del emperador Tiberio...», en la que se manifestó con poder y fuerza —con el poder y la fuerza de la verdad y del amor— nuestro Dios que nos guía hacia la vida, hacia la libertad, hacia la tierra prometida. Nuestra esperanza no es vana, no es un sueño; se basa en una realidad hecha historia. El grito de Dios que llama al hombre a la esperanza, se hizo carne humana, en un lugar y en un momento concretos de nuestra historia. Para que a todos nos llegara con mayor fuerza y claridad su llamada a la esperanza. Y este Dios que se ha encarnado, volverá lleno de gloria y con los brazos abiertos a traernos la liberación. Sigamos nuestro camino de Adviento revisando cómo vivimos la llamada exigente de la Iglesia, en este tiempo litúrgico a vivir en la esperanza. Porque cuando él vuelva nos pedirá cuentas: ¿qué han hecho con mi esperanza? Y da pena pensar en la insignificancia que sacaremos de nuestro equipaje. Pensémoslo unos momentos de silencio, pidiendo la ayuda María Santísima y de san José en nuestro andar hacia la Navidad. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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