Aunque muchos no acepten la invitación, porque están llenos de sí mismos, o bloqueados por las preocupaciones de este mundo, Dios no cede en su programa de fiesta. Invita a otros: «la boda está preparada... convídenlos a la boda». El cristianismo es, ante todo, vida, amor, fiesta. El signo central que Jesús pensó para la Eucaristía, no fue el ayuno, sino el «comer y beber», y no beber agua, la bebida normal entonces y ahora, sino una más festiva, el vino. También, al final de la parábola, podemos recoger el aviso de Jesús sobre el vestido que se necesita para esta fiesta. No basta entrar en la Iglesia, o pertenecer a una familia cristiana o a una comunidad religiosa. Se requiere, para ser auténtico discípulo–misionero de Cristo, una conversión y una actitud de fe coherente con la invitación: Jesús pide a los suyos, no sólo palabras, sino obras, y una «justicia» mayor que la de los fariseos.
Los que somos invitados a la fiesta del banquete —a la hora primera o a la undécima, es igual— debemos «revestirnos de Cristo» (Ga 3,27), «despojarnos del hombre viejo, con sus obras, y revestirnos del hombre nuevo» (Col 3,10). Nosotros hoy necesitamos cuidar mucho nuestra mentalidad, tener un corazón humano muy misericordioso. De lo contrario o nos comportamos como los primeros invitados o como el invitado que no llevó vestido de fiesta. Lo cierto es que nosotros participamos ya en el banquete de la Eucaristía, anticipo del banquete eterno. Con María la Madre de Dios preguntémonos ¿Cuál es nuestro atuendo? ¿Cuáles son nuestras obras? Jesús nos recuerda que los «escogidos» son los que responden con fidelidad a la llamada (cf. Is 41,9; 42,1). ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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