Nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo muy probablemente, no somos ricos en dinero. Pero podemos tener alguna clase de «posesiones» que nos llenan, que nos pueden hacer autosuficientes y hasta endurecer nuestra sensibilidad, tanto para con los demás como para con Dios, porque, en vez de poseer nosotros esos bienes, son ellos las que nos poseen a nosotros. No se puede servir a Dios y al dinero, como nos dijo Jesús en el sermón de la montaña (Mt 6,24). Hay que considerar todo lo que debemos poner de nuestra parte y todo aquello a lo que debemos renunciar para seguir a Jesús. El premio, como él lo promete, será grande: «La vida eterna».
Seguimos a Jesús por amor, porque nos sentimos llamados por él a colaborar en esta obra tan noble de la salvación del mundo. No por ventajas económicas ni humanas, ni siquiera espirituales, aunque estamos seguros de que Dios nos ganará en generosidad. Quiero invitarles a que bajo la mirada de María, que supo desprenderse de todo estorbo para seguir al Señor, hagamos esta oración: «Haznos, Señor, Dios nuestro, tan sencillos que descubramos tu poderosa y misericordiosa mano en todas las cosas, y, además, tan realistas y exigentes que nos dé vergüenza cargar en tu cuenta, por nuestra comodidad, lo que debe ser fruto del trabajo de nuestra mente, voluntad y manos. Amén.» ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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