miércoles, 4 de agosto de 2021

«Señor, ten compasión de mí»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hace 32 años, en un día como hoy 4 de agosto, pero de 1989, en la Basílica de Guadalupe en Monterrey, Nuevo León, México, fui ordenado sacerdote para siempre. Aquel momento ha quedado grabado en mi corazón y el tiempo ha pasado muy de prisa. Quiero empezar mi reflexión del día de hoy dando gracias a Dios por este ministerio que me ha regalado como Misionero de Cristo para la Iglesia Universal y en el que por tantos años me ha permitido dispensar su misericordia buscando imitar al Señor Jesús que fue más allá de las ovejas del pueblo de Israel. Hoy, precisamente, en el Evangelio, encontramos a Jesús ejerciendo de su misericordia con una mujer que no es del pueblo de Israel, sino que es una cananea que se acerca sabiendo de la compasión del Señor por todos y segura de que su súplica, por la salud de su hija —que está atormentada por un demonio— será escuchada (Mt 15,21-28). Cómo resuenan ante mí las palabras de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, la fundadora de la Familia Inesiana a la que pertenezco: «Que todos te conozcan y te amen, es la única recompensa que quiero».

Entre lo que podemos ver en el relato evangélico de hoy, de tinte netamente misionero, es que Jesús le hace ver a la mujer que primero se ha de ocupar de las ovejas descarriadas de la casa de Israel, pero la mujer pagana se convierte en un modelo de fe. Su oración por su hija es sencilla y honda: «Señor, hijo de David, ten compasión de mí, Señor». Ella no se da por vencida ante la respuesta de Jesús y va respondiendo a las «dificultades» que la ponen a prueba. Es uno de los casos en que Jesús, el Misionero del Padre alaba la fe de los extranjeros —el buen samaritano, el otro samaritano curado de la lepra, el centurión romano—, en contraposición a los judíos, los de casa, a los que se les podría suponer una fe mayor que a los de fuera. A 32 años de estar predicando sobre este pasaje evangélico, la fe de esta mujer me sigue interpelando y creo que nos interpela a todos los que somos «de casa» y nos llama a ir más allá de las fronteras de donde todo lo tenemos hecho. Así como Jesús se vio obligado a admirar esa fe de una extranjera como había admirado precedentemente la fe del centurión (Mt 8,10), me he admirado yo durante todo este tiempo, de la fe de mucha gente que estando lejos, se ha acercado al Señor. 

No llevo cuentas, por lo cual no sé cuántos habré bautizado, pequeños y grandes; cuántos extraordinariamente habré confirmado hasta hoy; cuantos matrimonios habré celebrado; cuántas unciones e los enfermos; cuántos funerales... muchas de estas acciones sacramentales en corazones de gente convertida que estaba lejos de Dios. Qué hermoso se cumple en este relato y en mi vida ministerial como sacerdote Misionero de Cristo y en estos últimos tiempos también como Misionero de la Misericordia, aquella profecía de Isaías consignada en Mt 13,15. En la «hija curada» se hace patente la curación de todo aquel que comprende con el corazón y se convierte al Señor. Pidan mucho por mí, vivo, como todo sacerdote, de las limosnas de sus oraciones, lo más valioso que tenemos de ustedes como pueblo de Dios. Encomiéndenme a María Santísima cada vez que recen el Santo Rosario para que siga siendo dispensador de la gracia de Dios sin conocer fronteras aún en medio de este difícil tiempo de pandemia que nos toca vivir y de mi endeble salud.

¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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