Todos los discípulos–misioneros de Cristo tenemos alguna responsabilidad en la vida de la familia o en el campo de la educación, de la sociedad o de la comunidad eclesial; todos tenemos una gran obligación de dar ejemplo a los demás, de no llevar una «doble vida» «—entre lo que enseñamos y lo que luego hacemos—, de no ser exigentes con los demás y tolerantes con nosotros mismos —la «ley del embudo»—, de no ser como los hipócritas, que presentan por fuera una fachada, pero por dentro son otra cosa... El Evangelio de hoy es una invitación a revisarnos, porque dentro de cada uno puede esconderse un pequeño o gran escriba o fariseo. Por eso es tan importante la revisión de nuestra vida y nuestros actos cada anochecer, cuando el día declina y podemos ver cómo hemos vivido, qué hemos compartido, cómo hemos hecho presente a Dios en las vidas de los demás.
Todos estamos llamados a la santidad; todos podemos ser de Cristo. Ganemos a todos para Cristo. Si le hemos entregado a Cristo nuestra vida, no pensemos que le dimos lo externo, sino nuestro corazón para que habite en Él y nos consagre como ofrenda agradable a sus ojos, más valiosa que todo el oro y los templos de piedra que haya en el mundo. Vamos tras las huellas de Cristo. El hombre de una fe verdadera y acendrada no puede sólo formularse buenos propósitos, sino que debe emprender el camino de la fe, tal vez arduo, sembrado de dificultades y amenazado por grandes persecuciones y tribulaciones. Hay Alguien que va delante nuestro: Cristo Jesús. Él nos contempla con gran amor y nos ha comunicado su Espíritu Santo para que no seamos derrotados por el pecado siendo sencillos, compartiendo desde nuestra pequeñez. Que María Santísima, con su ejemplo de vida, nos ayude a librarnos de ese fariseísmo que fácilmente, si nos descuidamos, nos puede atacar. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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