Y pensar que si nosotros, como discípulos–misioneros de Cristo nos descuidamos y dejamos que nos gane el orgullo, la soberbia y la vanidad podemos llegar a cosas peores. El estilo que enseña Jesús a los suyos es totalmente diferente de todo esto. Quiere que seamos árboles que no sólo presenten una apariencia hermosa, sino que demos frutos. Que no sólo «digamos», sino que «cumplamos la voluntad de Dios». Exactamente como él, que predicaba lo que ya cumplía. Así empieza el Libro de los Hechos: «El primer libro —el del Evangelio— lo escribí sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde el principio» (Hch 1,l ). ¿Se podría decir lo mismo de nosotros, sobre todo en eso de enseñar a los demás y tratar de educarles o animarles en la fe cristiana? ¿Mereceríamos alguna de las acusaciones que Jesús dirige a los fariseos?
Las palabras de Jesús, en este párrafo del Evangelio, están dirigidas a sus seguidores más cercanos. Jesús insiste en la igualdad entre los suyos. Nadie de su comunidad tiene derecho a rango o privilegio; nadie depende de otro ara la doctrina: el único maestro es Jesús mismo: todos los discípulos–misioneros somos «hermanos», iguales. De hecho es Jesús solo quien puede revelar al hombre el ser del Padre (Mt 11,27). Esta es la verdadera enseñanza, que consiste en la experiencia que procura el Espíritu. Esto indica que en su comunidad lo único que tiene vigencia es lo que procede de él, que nadie puede arrogarse el derecho a constituir doctrina que no tenga su fundamento en la que él expone y su base en la experiencia que él comunica, y que en esta tarea todos son iguales. En la comunidad cristiana cumplirá bien con esta tarea quien no busque su propia autoridad, quien sea un hermano entre los hermanos, quien viva en sencillez como María de Nazareth, construya la unidad desde la hermandad que se hace realidad desde la actitud de servicio y no desde el cumplimiento de la ley, porque Jesús une la autoridad en la comunidad al servicio fraterno. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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