«Si la sal se vuelve insípida...» dice Jesús, aunque propiamente la sal no puede perder su sabor, pero aquí la imagen queda puesta al servicio del contenido. Lo que los discípulos pueden perder es la capacidad de manifestar, con sus obras y su testimonio, el Evangelio. Esta posibilidad de fracaso se aplica a la imagen de la sal, subrayando que, de la misma manera que sería totalmente inútil una sal que no tuviera sabor, también lo sería la comunidad si no hiciese presente en el mundo las obras de la fe. Enseguida habla de la luz. «Ustedes son la luz del mundo». Esta segunda comparación gira en el mismo sentido que la anterior, pero subraya la necesidad de que las obras de la comunidad de los discípulos sean visibles por los demás hombres. La comunidad cristiana no tiene la luz únicamente como un bien interno, tiene que huir de tentaciones sectarias y esotéricas hoy tan comunes como antes. Ha recibido la luz y tiene que manifestarla al mundo.
Todo discípulo–misionero de Cristo ha de ser como la sal, porque la sal —en su debida medida— condimenta y da gusto a la comida. Sirve para evitar la corrupción de los alimentos y también es símbolo de la sabiduría. Todo discípulo–misionero de Cristo ha de ser como la luz —también en su debida medida—, que alumbre el camino, que responda a las preguntas y las dudas, que disipe la oscuridad de tantos que padecen ceguera o se mueven en la oscuridad. Ser sal, ser luz para dar gusto y sentido a la vida. Pidamos al Señor, acompañados de María Santísima, que contagiemos sabiduría, o sea, el gusto de Dios y, a la vez demos el sabor humano, sinónimo de esperanza, de amabilidad y de humor. Que seamos personas que iluminan, que contagian felicidad y visión optimista de la vida. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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