Respecto a la segunda parábola, ésta encuentra su sentido en el contraste y en la continuidad entre la humildad del punto de partida —un pequeño grano— y la magnitud del punto de llegada —el arbusto—. El Reino de los Cielos está ya presente en esta pequeña semilla, o sea, en la vida y en la predicación de Jesús y más tarde en la vida y en la predicación de la comunidad cristiana que seguirá sus pasos. El crecimiento del reino de Dios es un misterio que sólo Dios conoce, él es el que le da el incremento. Lo importante en esta segunda parábola es, como digo, la desproporción entre la pequeñez del principio —el grano de mostaza— y la magnitud del final —el arbusto—. Así ocurre con el reino de Dios: escondido ahora e insignificante, ha de llegar un día —el «día del Señor»—, cuando vuelva con «poder y majestad», en que se manifieste según toda su dimensión.
En nuestra vida eclesial, tanto la Palabra de Dios, semilla fecunda y vigorosa, como el Cuerpo y Sangre de Cristo, alimento que Cristo nos da como garantía y semilla de vida eterna en nosotros, tienen mucho de oculto, son elementos sencillos, pero con una eficacia salvadora. Con ese doble alimento que Cristo Resucitado nos comunica, tenemos la mejor fuerza para que la vida sea en verdad fecunda para los demás. Así, de esta manera, el Reino se va estableciendo poco a poco en el mundo hasta que llegue a su plena realización cuando llegue el final de los tiempos. Bien claramente nos está hablando Jesús este domingo de cuál debe ser el camino para que prenda el Reino de Dios y cuáles los medios que debemos emplear para implantarlo. Tenemos que hablar del dinamismo de la semilla, de la fuerza del Reino de Dios, a pesar de las apariencias humildes. A nosotros nos toca saber esperar porque «la tierra va produciendo la cosecha ella sola». Aspecto que hay que saber compaginar con la vigilancia y el rendimiento de que nos hablan otras partes del Evangelio. Con María, como discípulos–misioneros de Cristo, sigamos construyendo el Reino. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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