Todos queremos ser felices, «bienaventurados». Pero, en medio de un mundo agobiado por malas noticias y búsquedas insatisfechas, Jesús nos promete la felicidad por caminos muy distintos de los que este mundo ofrece. La sociedad en la que vivimos llama dichosos a los ricos, a los que tienen éxito, a los que ríen, a los que consiguen satisfacer sus deseos. Lo que cuenta en este mundo es pertenecer a la clase VIP, a los importantes, porque «hay niveles»; mientras que las preferencias de Dios van a los humildes, los sencillos y los pobres de corazón. La propuesta de Jesús es revolucionaria, sencilla y profunda, gozosa y exigente. Se podría decir que el único que la ha llevado a cabo en plenitud es él mismo: él es el pobre, él es el que crea paz, él es misericordioso, es limpio de corazón, es perseguido. Y, ahora, está glorificado como Señor, en la felicidad plena.
Por tanto las bienaventuranzas deben entenderse no sólo como un proyecto futuro sino como la forma en que Jesús ha realizado en sí mismo la auténtica felicidad. Ese carácter concreto se realiza también en sus discípulos–misioneros, por el directo «ustedes» que aparece en el versículo 11 de este trozo de la Escritura y que concierne a la comunidad de los seguidores de Jesús. Por tanto, la propuesta es más que una Ley, ya que es el instrumento eficaz en orden a crear un ámbito salvífico en la propia existencia, posible para la vida del discípulo, pero que debe alcanzar a toda la realidad humana representada simbólicamente en el pasaje por la presencia de una «muchedumbre». Pidamos al Señor, con María, que dejemos que las bienaventuranzas nos enseñen a buscar la felicidad no en las cosas sino en Cristo, en un esfuerzo por lograr la paz, la pureza de corazón, la humildad, la mansedumbre, la justicia, etc. En ellas descubrimos la meta de nuestra existencia y el fin último de nuestros actos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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