En realidad no se dice, en el Evangelio de hoy (Lc 2,41-51) ni en ningún otro relato de la Escritura cómo era este corazón de la Virgen; pero si María, madre y formadora, hizo al corazón de Jesús manso y humilde, Jesús, como Dios, hizo al de María, misericordioso y clemente. Por eso al celebrar este día este inmaculado corazón, es ser discípulos–misioneros de corazón misericordioso, donde habita el amor y la ternura y celebrar este corazón es también adentrarse por el camino de la profundidad, de la contemplación, del silencio interior. Porque lo que María guardaba y meditaba en su corazón nos señala la senda que debemos seguir para ser fieles a Dios.
El texto evangélico es muy significativo, porque es el que se nos muestra a la Sagrada Familia bajo variados matices y colores y nos muestra el corazón abierto de la Virgen, que luce enamorado de Jesús y a la vez con angustia por su responsabilidad y pérdida del Hijo; como caminante en la niebla de la fe, pues no acierta todavía a comprender el misterio y la misión de Jesús. Y es que así es nuestro corazón, un corazón que camina en la fe y guarda muchas cosas para meditarlas. María, como nosotros, tuvo que recorrer su camino de fe y de oscuridades siguiendo a Jesús hasta los pies de la cruz aceptando compartir la suerte de su Hijo y cuando él hubo concluido su obra de redención y subió al Padre, ella se quedó físicamente entre nosotros, sin el Hijo, sufriendo, gozando, amando, esperando. Su alma estaba místicamente en el cielo y su cuerpo entre nosotros. Alabemos, pues, al Hijo y a su Madre. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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