Hay que captar muy bien, pues no es una invitación a aceptar, sin más, las injusticias sociales y a cerrar los ojos a los atentados contra los derechos de la persona humana. Ni Jesús ni sus discípulos misioneros permanecemos indiferentes ante estas injusticias, sino que las denunciamos. El mismo Jesús pidió explicaciones, en presencia del sumo sacerdote, al guardia que le abofeteó, y San Pablo apeló al César para escapar de la justicia, demasiado parcial, de los judíos. Pero sí se nos enseña que, cuando personalmente somos objeto de una injusticia, no tenemos que ceder a deseos de venganza. Al contrario, que tenemos que saber vencer el mal con el amor. Es como la actitud de no-violencia del recordado Mahatma Gandhi, que practican tantas personas a la hora de intentar resolver los problemas de este mundo, siguiendo el ejemplo de Jesús que muere pidiendo a Dios que perdone a los que le han llevado a la cruz.
El mandato de Jesús exige una profunda experiencia de amor para los que obran el mal y la violencia. Esta es la paradoja del cristianismo que obliga a dar bien por mal, exigencia de nuestro compromiso de bautizados que reclama un amor incondicional a todos los hombres, sea cual fuere su comportamiento con nosotros. Jesús nos invita a construir una nueva sociedad en la igualdad, la solidaridad y el respeto entre los hombres, quebrando toda actitud de menosprecio y humillación. Pidamos, con ayuda de la Santísima Virgen María, que podamos comprender con sencillez y lealtad a Nuestro Señor, que la armonía no viene por reacción, sino por la apertura a un elemento nuevo: el poder de la bendición sobre la maldición. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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