Lo que aquí en este fragmento del Evangelio se abre, es el corazón del propio Dios —el corazón de Jesús no puede separarse del Padre y del Espíritu—; lo más profundo, lo último que Dios puede dar de sí mismo, fluye y la herida permanece eternamente abierta: todavía al fin del mundo «Mirarán al que traspasaron». Ciertamente no se puede decir que la crueldad de los pecadores haya aumentado el amor de Dios —que supera todo conocimiento—, pero sí que la actitud de la criatura para con su Creador ha permitido contemplar los abismos que esconde dentro de sí este amor.
San Juan concede gran importancia a la lanzada que siguió a la muerte de Cristo en la Cruz: «Llegados a Jesús —los soldados—, le encontraron muerto, y no le rompieron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con su lanza, y al instante salió sangre y agua» (Jn 19, 33-34). Para el evangelista, toda la economía sacramental de la Iglesia ha brotado, en cierta manera, de Cristo en el momento de su muerte en la cruz, y se funda ante todo en los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. Tanto el significado del bautismo como el de la Eucaristía se refieren al sacrificio de la cruz. El agua del sacramento del bautismo y el cáliz de la sangre del Señor en la Eucaristía, son para nosotros los símbolos de un amor que sigue siendo fecundo. De un amor que hemos de vivir nosotros, de un amor que nos hace realmente hijos de Dios con María, la hija predilecta del Padre. Digamos todos: Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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