Jesús es el Señor y es el Hijo de Dios. Él mismo nos ha dicho que él es la luz, el camino, la verdad, la vida, el maestro, el pastor, la puerta. No sólo sabemos responder eso, sino que hemos programado nuestra vida para seguirle fielmente, y aceptar su proyecto de vida, vivir y pensar como él. En eso consiste sobre todo nuestra fe en Cristo verdadero Dios y verdadero hombre. No sólo en saber cosas de él. Sino en seguirle: o sea, hacer nuestros los valores que él aprecia, imitar sus grandes actitudes vitales, su amor de hijo a Dios Padre, su libertad interior, su entrega por los demás, su esperanza optimista en las personas y en la vida y ser así sus discípulos–misioneros.
Pero los pobres judíos del tiempo de Cristo sólo estaban interesados en el advenimiento de un heredero de David, con el poder de un monarca, capaz de restituir las ventajas perdidas por los poderosos ante los invasores enemigos. Jesús se presentó, en cambio, como alguien diferente. Tanto es así que se siente superior a David desde el momento en que comparece ante el pueblo como Hijo de Dios desconociendo a David. Esta actitud es, ante los ojos de los legalistas judíos, una acción agraviante. Pero en el fondo lo que se puede ver es que Jesús decepciona a los jerarcas ya que al proponer todo lo contrario al poder saben que sus ventajas sociales están próximas a sucumbir. Él se presenta como verdadero cumplimiento y realizador de la esperanza mesiánica, pero la quiere purificar de toda mala interpretación o acomodación interesada. Jesús es el Hijo de Dios, el Mesías, en el cumplimiento del proyecto del Padre de la construcción del Reino. Hoy estamos llamados a construir el Reino de Dios anunciando la «Buena Noticia», la salvación para todos. Nos debemos situar en el camino mesiánico a la luz de todos. De esta manera podremos cumplir, acompañados de María Santísima, con la misión que Jesús nos encomendó de construir un mundo nuevo y mejor, aún si es necesario con la entrega de la propia vida por el reino. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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