Así, de una manera sencilla, Jesús insiste en la limpieza de corazón, en la ausencia de doblez y previene contra esos falsos profetas, aquellos que utilizan a Dios para hablar en nombre propio; que aparentan ser por fuera mansos, como ovejas, pero por dentro son lobos rapaces que destruyen la comunidad. Cada uno irradia fuera lo que lleva por dentro. Quien con su conducta edifica la comunidad, es bueno; quien la desmembra o dispersa, es malo. Quien da vida, es bueno; quien quita vida, malo. Todo aquél que oprime, reprime o suprime la vida de la comunidad es un falso profeta, está en pecado, alejado del Dios de la vida. Los malos profetas generan muerte y dispersión, como el lobo con los rebaños. Dentro de la comunidad son falsos profetas los que se eximen de poner en práctica los mandamientos mínimos, esto es, las bienaventuranzas, ese camino que lleva a la dicha por el amor y entrega a los demás y por la renuncia voluntaria al dinero.
De esta manera, nos damos cuenta de que el mensaje de este día es tan claro que cualquiera lo entiende. El profeta, el malo o buen ciudadano, el mal padre, el bueno o mal político, se descubren no tanto en las palabras que se lleva el viento como en las obras que realizan. Las palabras pueden ser buenas, pero si resultan engañosas, carentes de compromiso, ¿de qué nos sirven? Hay que confirmar las palabras con las obras. Los frutos, las obras, acaban siendo expresión auténtica, firmada, de la verdad y amor profundos del corazón. Si, además, tienen el encanto de haberlas hecho bellamente y con alegría, su aroma es todavía mejor. Hacer el bien y hacerlo bien, ese es el ideal humano y cristiano. Eso es lo perfecto. Pidamos por intercesión de María que demos frutos buenos. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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