Pero, contrastando con esto el mundo, este mundo de los anuncios en Internet o de los estímulos que cada día recibimos por todas partes, nos presenta como ideal no esto de negarse a sí mismo, sino las ansias de ser un triunfador, de ser más que los demás, de distinguirnos de todos por la compra de este o aquel producto de moda, de tener prestigio porque uno tiene un buen automóvil o usa determinada loción. Estos son los principios que nuestro mundo quiere meternos en la cabeza, para alimentar infinitamente la inmensa espiral del negocio que parece no tener fin. Lo curioso de esto es que más o menos resulta bastante semejante a lo que el mundo de la época de Jesús había metido en la cabeza de la gente de su tiempo: el propio Pedro le dice a Jesús que debe cambiar su forma de pensar, que él debe ser un triunfador, no un hombre que tenga que pasar por el sufrimiento por fidelidad al amor. Sin duda, esos principios del triunfo a costa de lo que sea, del tener prestigio y desear ser el dueño del mundo, están en la raíz última del pecado original que distorsiona el ser y quehacer del hombre.
El Papa Francisco, el día de ayer, en Mongolia, hablando a obispos, sacerdotes y agentes pastorales les decía: «Gastar la vida por el Evangelio es una bella definición de la vocación misionera del cristiano». Y no hay que olvidar que esta vocación está arraigada en nosotros desde el bautismo y que nuestra fe es todo un reto que llega a su plenitud con la acogida de la cruz que nos lleva a la resurrección. Así, de esta manera, este trozo evangélico nos lleva a pensar en una cuestión de vida o muerte, de felicidad o de desgracia. Los católicos de hoy y de siempre no podemos ser miopes espirituales. Démonos cuenta de lo que realmente salva la vida. Sería muy peligroso que ganando el mundo perdiésemos lo más esencial. Pidamos a María santísima que nos ayude a abrir los ojos y a descubrir la verdadera esencia de esa vocación misionera que todos llevamos y que puede ayudar al mundo a abrazar la cruz y experimentar la alegría del Evangelio que nos prepara al gozo de la vida eterna. ¡Feliz y bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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