Se hablaba de Jesús en toda la comarca, se contaban mil cosas sobre Él, se ponían en sus labios palabras que sin duda eran inverosímiles, se le atribuían hechos que eran exagerados por el entusiasmo popular y el fervor de las pasiones... A Herodes le picaba la curiosidad. Y aquel poderoso, que debía el trono al favor de los ocupantes, quería ver a aquel individuo un tanto exótico en una Galilea demasiado provinciana. Herodes quería ver a Jesús para exhibirlo en su corte como se exhibe un bufón: ¡ah, si pudiera ver un milagro! (cf. Lc 23, 9).
Sin embargo, la curiosidad, en el buen sentido, es quizás, el primer paso para el encuentro y para la fe. El asombro, la sorpresa, la provocación son el pórtico que nos introduce en el descubrimiento de los laberintos de la casa y que nos inicia en el misterio de una morada. Curiosidad es sinónimo de descubrimiento; es tensión hacia un objeto entrevisto, deseado. La fe, de alguna manera, es curiosidad, es decir, asombro que compromete a arriesgarse en la aventura, en un encuentro entrevisto y, en consecuencia, deseado. Que María, la Madre de Jesús encause a los curiosos, para encontrarse con Jesús.
Padre Alfredo.
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