El Evangelio de la Misa de hoy (Lc 4,16-30) con el que pasamos de la lectura continua de los evangelios de Marcos y de Mateo a san Lucas, me viene muy bien y me interpela en mi condición de párroco, cargo al que desde siempre le he huido y no siempre he logrado esquivar. Con ese tercer evangelista pasamos a otro mundo, que no es ya el de los judíos. San Lucas nació en Antioquía de Siria y pertenecía a la sociedad pagana cultivada, ejerciendo la medicina como profesión. Siendo adulto, convertido quizá por san Pablo, pasó muy pronto a ser compañero de apostolado de san Pablo. El construye su evangelio, evidentemente, con elementos comunes a Marcos y a Mateo. Pero él mismo indica cómo llevó su propia encuesta personal con los testigos oculares que vivían aún. (Lucas 1, 2). Hay pues pasajes de los que él es el único relator. Su evangelio es el evangelio de la alegría, de la misericordia, de la vida interior y de la oración... es un evangelio eminentemente social, que quiere promover una sociedad más justa y más dichosa... todos los oprimidos de la sociedad antigua son valorizados: el niño, la mujer, los pobres...
De esta manera, me viene bien el día de hoy contemplar a Jesús desde la mirada de san Lucas, que hoy nos presenta, en este trozo evangélico, la tarea de Jesús, a la que la de un párroco es totalmente equiparable. Todo el tono del evangelio según san Lucas está anunciado aquí. Una lluvia de beneficios para todos los desdichados, la liberación de todos los que sufren. Ante esto me hago una pregunta y se las dejo de tarea también a ustedes: ¿Es así como concibo yo habitualmente a Jesús? ¿Es así como concibo mi propia vocación de servicio? Dos años de párroco y aún hay todavía mucho por hacer. Que María santísima me ayude y aliente a servir a su Hijo y contemplar su rostro en las caras de todos mis parroquianos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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