«En nuestros nacimientos eres, buen José, una figura de segundo plano; casi de tan poca importancia, como el buey y la mula, que una vieja y bella tradición franciscana, situó a ambos lados del Niño. Tú quedas ahí, casi escondido, al lado del misterio del gran Dios, convertido en carne de niño. Poetas conocidos —también los del pueblo— han cantado a ese niño pequeño, Palabra bendita del Dios hecho carne; y también a la Madre pura y sencilla cuyas manos trémulas y firmes acunaban al recién nacido. De ti, con tu barba blanca, hasta sonreían nuestros villancicos, con ratones que roían tus calzones... Y tú estabas firme allí, sintiendo la emoción del padre que espera a su primer hijo. Porque, ¿era tan importante y definitivo que no llevase tu misma sangre? “No tengas reparo”, te había dicho el ángel. No porque dudases de tu esposa, sino porque dudabas de ti mismo; no te considerabas digno, hombre bueno y humilde, de estar cerca del misterio del Dios, que se había metido en tu hogar.
“No tengas reparo”: también lo escucharías en tu interior en la noche de la cueva de Belén... “Le pondrás por nombre Jesús”: Eres tú el que tienes que ponerle ese nombre, que es salvador de los hombres. Eres tú, con tus brazos jóvenes y firmes, —¿por qué te hemos pintado anciano?— el que trabajarás para él; eres tú, en el que el niño se mirará para aprender a ser hombre, cuando crezca día a día, en años, estatura y sabiduría. “No tengas reparo”: nos lo dice hoy el buen José, a los que no osamos acercarnos al misterio del buen Dios... Dios necesita nuevos hombres justos, figuras de segundo plano, que ponen sus manos y su corazón, al servicio del Dios hombre y también del hombre hermano, hecho ya sacramento de aquel que tuvo José entre sus manos en la noche oscura de Belén». ¿Verdad que no tengo más que decir? Sigamos viviendo estos días de las ferias mayores de Adviento con un corazón sencillo y dócil como el de san José y acompañémosle a él y a María en esta dulce espera. Amén. ¡Bendecido domingo IV de Adviento!
Padre Alfredo.
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