La Iglesia primitiva —es decir, los primeros cristianos— confiesa, como atestiguan los escritos del Nuevo Testamento, que con la muerte y resurrección de Jesús ha comenzado ya la nueva creación, los «cielos nuevos y la tierra nueva»; tal comienzo es imperceptible, pero no se detendrá. La creación antigua sigue existiendo, pero la nueva se ha impuesto y desplaza cada vez más a la primera. La historia humana sigue dominada, en gran parte, por el pecado, la corrupción y la muerte; pero algo va cambiando. La convivencia del lobo y del cordero significa que el odio y la hostilidad deben dar paso al amor; la injusticia, al derecho. De hecho, los «cielos nuevos y la tierra nueva» de los que habla Isaías consisten en una nueva relación con Dios y en una nueva justicia con los hombres. Esta existencia ha sido diseñada por el mismo Jesús. Quien sigue sus pasos es una nueva criatura: «El que está en Cristo es una nueva criatura; lo viejo ha pasado; mirad, existe algo nuevo» (2Co 5,17).
Dios está siempre proyectando un cielo nuevo y una tierra nueva, porque Dios quiere que el hombre y la sociedad vuelvan al estado primero de felicidad, equilibrio y armonía. La Cuaresma nos sirve, como tiempo propicio, a trabajar en la conversión para alcanzar esa novedad de vida. ¿Cómo estamos viviendo esto en este tiempo privilegiado con ayuda del ayuno, de la oración intensa y de la limosna que podamos ofrecer? Que María Santísima nos ayude a no perder de vista los cielos nuevos y la tierra nueva resucitando a una nueva vida en la Pascua. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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