Los cuarenta días de la cuaresma constituyen una invitación permanente a subir a lo alto de la montaña, junto con el Señor y en compañía de sus discípulos más cercanos. En cuaresma nos dedicamos más a orar, a dejarnos invadir por el poderoso resplandor de la presencia luminosa de Dios. En la soledad de la montaña —en la intimidad de nuestro corazón— es donde el Señor se manifiesta a los que le seguimos, donde nos descubre el resplandor de su rostro. Junto a Jesús, en la transfiguración, aparecen Moisés y Elías. Moisés nos recuerda los 40 años que pasó Israel en el desierto fueron cuarenta y también nos trae a la mente los cuarenta días y cuarenta noches que —como Jesús en el desierto— pasó en el Sinaí. Elías caminó hacia el monte Horeb también por espacio de cuarenta días y cuarenta noches. La coincidencia en el número cuarenta denota su densidad simbólica. Conviene saber que este número es símbolo de preparación, por eso nosotros también vivimos cuarenta días para prepararnos a la pascua. Además las seis semanas que contiene la cuaresma son imagen de la vida temporal; mientras la siete de las cincuentena pascual simbolizan la vida futura, la vida eterna.
En la larga y a veces ardua caminata con Jesús en esta cuaresma, no nos faltará —como no les faltó a Pedro, Juan y Santiago— el sentimiento profundo de la presencia del Señor con nosotros; incluso, en medio de la niebla monótona de la vida o de las tempestades que nos hacen temblar, como la pandemia y la guerra entre Rusia y Ucrania que parece querer extenderse, descubrimos la luz que nos revela la realidad más profunda de nuestro mundo: Dios está con nosotros, Dios ha hecho alianza definitiva con los hombres. Este tiempo de cuaresma, ¿no podría ser un tiempo favorable para descubrir, mediante la oración, el ayuno y la limosna, además de un estilo de vida más atento al fondo de las cosas, que vale la pena seguir. Con María Santísima sigamos recorriendo este andar y llegaremos gozosos a la fiesta de la pascua del Señor. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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