El autor sagrado nos presenta al hombre justo, aquel que tiene su delicia en cumplir la ley de Dios, en contraste con el hombre impío, el que sigue el camino de los pecadores. Y por supuesto, nos va a indicar también cuál es el fin de cada uno de ellos: bendición y vida el de los justos, y maldición y muerte el de los impíos. En cierto sentido, el propósito del salmista es colocarnos al comienzo de estos dos caminos a fin de que tomemos la elección correcta después de informarnos sobre ambos. Y evidentemente, cada hombre y mujer debe optar por uno de ellos y asumir todas las consecuencias de su propia decisión. Al fin y al cabo, sólo hay dos caminos en la vida: o reverenciamos a Dios y le amamos, o por el contrario vivimos de espaldas a él ignorando sus mandamientos.
El evangelio de hoy (Lc 16,19-31), con la escena de Lázaro y el rico epulón, nos lleva en la misma sintonía, pues Lázaro es el hombre justo que ha sufrido asumiendo la realidad de su pobreza y el rico epulón es el malvado egoísta que viendo solamente por él ha banqueteado sin contemplar la necesidad de Lázaro que yace fuera de su casa. Para ser justos no basta solamente no ser malos. El rico del que habla Jesús no se dice que fuera injusto, ni que robara. Sencillamente, estaba demasiado lleno de sus riquezas, en su egoísmo, e ignoraba la existencia de Lázaro. Era insolidario y además no se dio cuenta de que en la vida hay otros valores más importantes que los que él apreciaba. Con María Santísima de la mano, pensando en su sencillez, abramos bien los ojos en esta cuaresma y pidámosle a Dios que seamos justos. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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