Con esta parábola Jesús quiere ante todo decirnos que el pecador que reconoce su estado es amado por Dios... y tiene todas sus ventajas. Por el contrario, el orgulloso que se cree justo, se equivoca. Esta doctrina es esencial: es la que desarrolla san Pablo en la carta a los Romanos. El hombre no se justifica a sí mismo; su justicia, su rectitud, las recibe de otro, por gracia. El fariseo es, esencialmente, el que cree salvarse por sus propias obras, por el cumplimiento de la Ley. El publicano, por el contrario, es el pobre pecador que no llega a realizar su ideal, que tropieza incesantemente, que ya no cuenta con sus propias fuerzas. «Todos somos pecadores» nos recuerda con cierta frecuencia el Papa Francisco. Todo estamos necesitados de la misericordia de Dios.
Así, vale la pena ver en cuál de los dos personajes de la parábola nos sentimos retratados: en el que está orgulloso de sí mismo o en el pecador que invoca humildemente el perdón de Dios. Hay que ver que el fariseo, en el fondo, no deja actuar a Dios en su vida. Ya actúa él. El publicano se abre a la misericordia de Dios, que desea que cada hombre o mujer, lance un grito a esa su misericordia para poder inclinarse a su súplica y amarle. Dejémonos amar por Dios en esta Cuaresma y siempre. Con María sigamos caminando hacia la Pascua. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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