sábado, 26 de marzo de 2022

«El fariseo y el publicano»... Un pequeño pensamiento para hoy


El evangelio de hoy (Lc 18,9-14) nos narra, en boca de Jesús, la parábola de dos hombres que subieron al Templo para orar diciéndonos que uno era fariseo y el otro publicano. Esos dos hombres entraron a orar, sin embargo, Jesús nos dice que su oración fue diversa. Mientras el fariseo era seguramente alguien muy íntegro ante los ojos de los demás, el otro era alguien carente de buena reputación. El relato nos hace ver que este último se mantenía a distancia de la gente, sin hacer elogios de su falta, sufriendo por el hecho de que los hombres le señalaran con el dedo. El fariseo centra su oración en él mismo sintiéndose superior a todos, ensimismado en que cumplía de pe a pa toda la ley. El publicano centraba su oración en Dios y en su infinita misericordia: «Dios mío, apártate de mí, que soy un pecador». 

Con esta parábola Jesús quiere ante todo decirnos que el pecador que reconoce su estado es amado por Dios... y tiene todas sus ventajas. Por el contrario, el orgulloso que se cree justo, se equivoca. Esta doctrina es esencial: es la que desarrolla san Pablo en la carta a los Romanos. El hombre no se justifica a sí mismo; su justicia, su rectitud, las recibe de otro, por gracia. El fariseo es, esencialmente, el que cree salvarse por sus propias obras, por el cumplimiento de la Ley. El publicano, por el contrario, es el pobre pecador que no llega a realizar su ideal, que tropieza incesantemente, que ya no cuenta con sus propias fuerzas. «Todos somos pecadores» nos recuerda con cierta frecuencia el Papa Francisco. Todo estamos necesitados de la misericordia de Dios.

Así, vale la pena ver en cuál de los dos personajes de la parábola nos sentimos retratados: en el que está orgulloso de sí mismo o en el pecador que invoca humildemente el perdón de Dios. Hay que ver que el fariseo, en el fondo, no deja actuar a Dios en su vida. Ya actúa él. El publicano se abre a la misericordia de Dios, que desea que cada hombre o mujer, lance un grito a esa su misericordia para poder inclinarse a su súplica y amarle. Dejémonos amar por Dios en esta Cuaresma y siempre. Con María sigamos caminando hacia la Pascua. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

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