El corazón del Pueblo elegido está herido, dividido, carcomido por bajos intereses, y los oráculos del profeta son tan duros que pueden dejar un mal sabor de boca. Pero conviene recordar que se producen en tiempos de un rey, el rey Joaquín, en que —como en nuestros tiempos— había muchos oídos sordos a la voz de Dios y mucha corrupción de corazones, sentimientos, justicia, religión, piedad. Por eso el profeta Jeremías, al que podemos ver como a una prefiguración de Jesús, lucha por desvelar esas interioridades hipócritas de personas autosuficientes. Éstas no se atienen a la verdad revelada por Dios y contradicen con hechos las buenas palabras; y bajo capa de fidelidades rituales se tragan sapos y mosquitos, grandes injusticias y detalles que afean cualquier rostro humano.
Que bueno que nosotros tenemos la Cuaresma, un espacio para provocar un cambio de corazones que hace posible el reencuentro de Dios con su pueblo en la verdad, en la justicia, en la paz. Es el tema en que vuelve a insistir Jesús en el evangelio de hoy (Lc 11,14-23) cuando le acusan de hacer maravillas en nombre del Belcebú que habita en su interior. Infelices mortales, les dice, ¿no saben que corazón dividido, reino dividido, pueblo dividido, están siempre amenazados de crisis y ruina? Sólo la armonía y unidad interior, la armonía y unidad familiar y social, la armonía de espíritu entre Dios y el hombre son fuente de bienestar. Pidamos todo esto por intercesión de María y sigamos aprovechando el tiempo de la Cuaresma. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!
Padre Alfredo.
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