El enemigo quiere tentar a Jesús primeramente con lo referente al hambre que debe sentir después de 40 días de ayuno. Con esto quiere implicar un poder sobre la naturaleza (abajo/terrestre), que ciertamente Jesús lo tiene de por sí para transformar la piedra en pan, pero Jesús no cae en la trampa. Luego sitúa un nivel jerárquico en el medio, el poder político sobre los reinos del mundo, de los cuales Jesús sabe que es rey, porque como Dios es el rey del universo, lo lleva a un alto monte, a cambio de la idolatría, pero Jesús no se deja llevar por el ofrecimiento. La última tentación la pone en Jerusalén, llevándolo a la parte más alta del templo, desafiándolo a que se tire porque los ángeles lo protegerían, pero Jesús, ya sabe que su vida está en manos del Padre. Así llegamos a la cima de la jerarquía de las tentaciones, al poder sobre la vida y la muerte.
Sabemos que Jesús confiará hasta el fin y que en el último instante no dudará de su Padre: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23,46). Mientras que el Diablo le incita, apoyándose en las Escrituras, a forzar la mano de Dios reclamando una intervención espectacular que constituyera la prueba de la filiación divina, Jesús se niega a ello. Se niega a «tentar a Dios»; quiere ser nada más aquel que sabe esperarlo todo filialmente de Dios. Así y sólo así ha demostrado ser en verdad «el Hijo de Dios». Conviene llevar a nuestro terreno estas tentaciones que sufrió Jesús, hacer una lectura de nuestra realidad y ver cuáles son nuestras tentaciones hoy. Tenemos 40 días para trabajar en ello y vencer como venció Jesús. En la soledad del desierto de nuestras responsabilidades, pidamos a la Santísima Virgen que nos acompañe en nuestro caminar de esta Cuaresma. ¡Bendecido domingo, día de la familia!
Padre Alfredo.
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