Los judíos habían llevado la práctica del ayuno a exageraciones externas que no reflejaban la conversión interior. Ponían caras tristes y externaban el gran sacrificio que les marcaba el ayuno, por eso Jesús viene a marcar el verdadero sentido de esta práctica que sigue vigente y que mucho bien puede hacer a nuestras almas. No tenemos nosotros que conformarnos con un ayuno —o con unas prácticas cuaresmales— meramente externo. Sería muy superficial que quedáramos satisfechos por haber cumplido todo lo que está mandado en la Cuaresma —colores de los vestidos litúrgicos, cantos sin instrumentos musicales, supresión del aleluya, las pequeñas privaciones de alimentos— y no profundizáramos en lo más importante, de lo que todos los ritos exteriores quieren ser signo y recordatorio.
El ayuno es algo que nos debe conducir a una apertura mayor para con Dios y para con los demás. Ayunar para poder dar a Dios toda la gloria y compartir con los más pobres. Si la falta de caridad continúa, si la injusticia está presente en nuestro modo de actuar con los demás, poco puede agradar a Dios nuestro ayuno y nuestra Cuaresma. ¿Nos podremos quejar, como los judíos del tiempo de Isaías, de que Dios no nos escucha? (ver la primera lectura de hoy Is 58,1-9). Será mejor que no lo hagamos, porque oiríamos su contraataque como lo oyeron ellos por boca del profeta. Tenemos al Novio entre nosotros: el Señor Resucitado, en quien creemos, a quien seguimos, a quien recibimos en cada Eucaristía, a quien festejamos gozosamente en cada Pascua. Nuestra vida cristiana debe estar claramente teñida de alegría, de visión positiva y pascual de los acontecimientos y de las personas y por eso nuestro ayuno cuaresmal tiene sentido, porque vamos hacia la alegría de la Pascua. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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