No hace falta mucha reflexión para reconocernos total o parcialmente en los rasgos con que Jesús define al hijo pródigo. Como él, todos nosotros, sin excepción, hemos aceptado la herencia de Dios y como él todos pretendemos vivir a nuestras anchas. Esa es la imagen del pecador, ésa la caricatura del pecado. Porque en eso consiste el pecado: en usar lo que hemos recibido de Dios sin contar con Dios, peor aún, contando con que Dios no se entere. Tampoco hace falta mucho esfuerzo para reconocernos, como en un espejo, en la actitud mezquina y calculada del hermano mayor. Su desprecio frente al hermano descarriado refleja muy bien la nuestra frente a los pecadores, los delincuentes, las mujeres de la mala vida, los maleantes o de vida dudosa. Nuestra arrogancia en creernos mejores que los demás, por el mero hecho de no ser descubiertos como ellos, nuestra hipocresía al ocultar nuestras faltas y exagerar las del prójimo.
La parábola, además de los dos hijos nos presenta al padre que es amor. Amor alegre. La alegría por el «perdido» encontrado y la alegría de salir a buscar al engreído que está en casa sin realmente estarlo. El padre es un Dios que, misteriosamente, ama más a los pecadores que «se dejan querer» y es un Dios que puede mostrar y expresar la inmensidad desconcertante de su amor. Los pecadores se ven perdidos y endeudados con Dios. Este padre es amor a lo grande, sin normas, cortapisas ni fronteras; amor en el que caben todos: buenos y malos, morales e inmorales. Ciertamente, como he dicho, en nosotros están los dos hermanos. Nosotros somos la síntesis del pródigo y del mayor. Pero, hay algo que debemos considerar: nosotros debemos ser más bien como el padre de la parábola, que es misericordioso y que sale al encuentro de los dos. En esta parábola está todo el Evangelio de Jesús, toda la historia de la salvación: la llamada de Dios y la respuesta del hombre. Sigamos caminando en Cuaresma vislumbrando la alegría de la Pascua con María. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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