Las parábolas son muy importantes, se arraigan en nuestra vida cotidiana porque están preñadas de hechos y cosas de la vida real. De este origen tan humilde es de donde se derivan las propiedades que caracterizan al lenguaje parabólico. Es un lenguaje que está sacado de la vida de cada día, aunque su finalidad es expresar algo que está más allá, algo más profundo. Pero al mismo tiempo es un lenguaje abierto a lo trascendente, capaz no ciertamente de expresarlo, pero sí de aludir a él, porque si es verdad que el Reino de Dios no se identifica con la realidad de nuestra historia, también es verdad que guarda una gran relación con ella. Finalmente es un lenguaje que obliga a pensar: no desarrolla todo el discurso, no es una perspectiva tranquilizante —como la del discurso que pretende definir una realidad, permitiéndonos dominarla—, sino que la parábola es simplemente un primer paso que nos invita a seguir adelante, es un discurso global, que deja intacto el misterio del Reino, pero señalando su impacto en nuestra existencia, el vínculo existente entre el Reino y la vida. De este modo la parábola hace pensar, inquieta y compromete, por eso los apóstoles y sus acompañantes piden a Jesús una explicación de esta parábola del sembrador.
La parábola llama la atención sobre el trabajo del sembrador —un trabajo abundante, sin medida, sin miedo a desperdiciar—, que parece de momento inútil, infructuoso, baldío; sin embargo —dice Jesús—, lo cierto es que alguna parte dará fruto, y un fruto abundante. Porque el fracaso es sólo aparente: en el Reino de Dios no hay trabajo inútil, no se desperdicia nada. De todas formas, haya o no haya éxito, haya o no haya desperdicio, el trabajo de la siembra no debe ser calculado, medido, precavido; sobre todo no hay que escoger terrenos ni echar la semilla en algunos sí y en otros no. El sembrador echa el grano sin distinciones y sin regateos; así es como actúa Cristo en su amor a los hombres y así es como ha de actuar la Iglesia en el mundo. ¿Cómo saber, a la hora de sembrar, qué terrenos darán fruto y qué terrenos se negarán? Nadie tiene que adelantarse al juicio de Dios. Así pues, la parábola llama la atención sobre la presencia del Reino que ha de llegar a todos. Es éste el primer aspecto que hay que comprender, importante sobre todo para la Iglesia predicante y para los discípulos–misioneros que somos nosotros. No tenemos que desanimarnos en nuestro trabajo de mensajeros ni tenemos que dejarnos llevar por los cálculos humanos. Con María, la Madre de Dios y Madre nuestra, seamos espléndidos al esparcir la semilla, que seguro algo caerá en tierra buena y dará mucho fruto. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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